Viernes, 19 de junio de 2009 | Hoy
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Esta carta continúa la polémica iniciada tres números atrás con la publicación de la primera carta de la Diosa...
Contra lo que vos esperarías, pichón, no puedo dejar de ver un fondo de puritanismo en tus invectivas contra las locas viejas que nos aferramos al deseo tardío y no supimos –o no quisimos– convertir el duelo en resignación. Se parecen en algo, digo yo, al lugar común de quien exige del pobre aprender a vivir de la riqueza del espíritu. Decís que no hay que caer en el fatídico malentendido de creer que la sexualidad es la base de la existencia gay, pero desde el parto de nuestro deseo supimos que a través de las mieles del placer sexual compensaríamos los malos tragos de una represión humillante, que buscó encarnarse en nosotras desde niñas cuando nos señalaban como a un error dentro de la evolución psíquica, cuando no como peor que un asesino. Ni qué decir que, en el afianzamiento de esos hábitos de la voluptuosidad, a menudo aprendimos a abrazar nuestra diferencia como se bendice una casa en la que por fin podemos abrir todas las puertas. Aquí la brecha generacional se vuelve insignificante, y no habrá un heterosexual de tu edad que te entienda tanto como yo.
El sexo, para mí, no descendió nunca a la opacidad de las rutinas, porque estaba imbuido del ideal de la aventura; era más bien una isla loca flotando fuera del tiempo impuesto por los padres que esperaban nuestro regreso a la casa familiar, que no dejaba sin embargo de ser una casa extranjera. Fui así a menudo feliz contra muchos pronósticos, entre ellos los que sostienen que ser homosexual y amar como mujer te convierte en un mártir que busca lo imposible. Te aseguro que hoy quisiera entrar en la muerte de la mano del último de mis amantes mercenarios, un improbable verdadero hombre a quien si pudiera le arreglaría su futuro. Improbable, sí, pero a fin de cuentas todo erotismo, incluso el tuyo, siempre se apoya en alguna fantasía en su deseo de perpetuarse.
Coger a mi edad es resistir ya no el paso del tiempo sino la crueldad de aquellos que quisieran –incluso sin darse cuenta– lanzar contra nosotras una política de desaparición (la guerra del cerdo, te acordarás de la novela de Bioy), pensando que nuestra sexualidad es una anomalía o una parodia de la vida erótica del joven. Somos insurgentes en nuestros cuerpos abyectos, a pesar de que nadie espera ya de nosotras ninguna obra de resistencia. Pero así como reclamo mi porción de heroísmo, también pido respeto por mi melancolía. Si siento que mi hábitat sexual está ahora amenazado por los nuevos estilos sociales donde ya no priman los opuestos masculino y femenino, y por eso en ocasiones me parece el panorama tan desolador, no es porque ya no consiga donde saciar mis urgencias de vieja diosa –ahí, nene, sigue en pie la Costanera Sur y sus camioneros, por
ejemplo– sino porque temo por la clausura de las diferencias y los antagonismos que hacen de la sexualidad algo distinto que una tecnología, una ortopedia, y de los encuentros sexuales un vivificador choque de galaxias, aun si las antiguas identidades esenciales, justamente denostadas, resultaran apenas un sueño en el que uno puede todavía creer que cree.
Al leer tu carta, decíamos con Alejandro Modarelli (y aquí aprovecho a recordarte que este narrador y el autor no necesariamente pensamos igual, aunque a veces aquél se deje convencer) que hay un arte de la crueldad que se aprende con los años, junto con los límites de la propia inteligencia. Quizá las tuyas sean incisiones retóricas más o menos atrayentes, pero les falta aún ese aire de condescendencia con que podrías velar y coronar la mala leche, si entendieras hasta qué punto lo peor para alguien que envejece no proviene de los insultos de quienes creen que envejecerán dominando las cuerdas de su espíritu. No, hijo, es la naturaleza la que nos profana y daña, mucho menos que las palabras de desprecio de un chico; y además, a los treinta años, deberías saber que un sádico inteligente besa mejor que nadie después de hacernos doler.
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