Viernes, 7 de agosto de 2009 | Hoy
Un mensaje a monseñor Aguer y una reflexión sobre los estrechos límites en los que todavía se ajusta lo inteligible con relación a la sexualidad y el género.
Por Mauro Cabral
Será por deformación profesional, será porque parece serio, será porque soy un jodido, vaya uno a saber por qué será; pero a mí el adjetivo “reduccionista” me encanta. Así, de “reduccionista”, calificó monseñor Héctor Aguer al Material de Formación de Formadores en Educación Sexual y Prevención del VIH/sida, aunque ésa no fue su única (des)calificación. También habló de “neomarxismo” y de “constructivismo”, y dejó caer un “desconstruccionista” por ahí (sí, con s, como la dicen todos aquellos a quienes la deconstrucción les suena, más bien, a destrucción).
Hacía mucho tiempo que no escuchaba ni leía “reduccionista” en clave de insulto. En el campo florido de la teoría y el activismo queer hemos extenuado el uso insultante de otro adjetivo de larga prosapia filosófica —”esencialista”— y hemos acuñado el profundísimo agravio contenido en esa otra calificación, la que apenas me atrevo a escribir: “identitario”. Y de pronto aparece Aguer, y nos espeta su “reduccionista”. ¿No es maravilloso tener que enfrentarse, de vez en cuando, a una infamia novedosa?
(Monseñor, por si está leyendo, le digo que una sexualidad no subordinada ni a los imperativos del amor ni a los de la trascendencia religiosa es un alivio, no una reducción. Y sepa usted, con todo respeto, que “neomarxista” es un término ridículo. Y que del ridículo no se vuelve.)
He leído mucho de lo que se ha publicado sobre los comentarios de Aguer en las últimas semanas, y lo que he leído me ha sorprendido muchísimo. El reduccionismo de esta versión –dominante, brutal, pero no la única– de la Iglesia Católica es algo que en la Argentina conocemos de memoria. A esta altura de la historia sus reapariciones espasmódicas no toman a nadie desprevenido. A mí lo que me tomó realmente por sorpresa, luego de leer muchas de las notas publicadas, fue una coincidencia terrible entre Aguer y sus críticas y críticos: la coincidencia en el reduccionismo.
Es cierto que, para uno, hombres y mujeres son criaturas sexuadas por designio divino, y que para otras y otros son sujetos generizados por construcción sociocultural. Entre ambos modos de devenir ser humano existen, es cierto, diferencias innegables e innegociables. Sin embargo, para Aguer por un lado, y sus críticos y críticas por el otro, el mundo, este mundo, está habitado por hombres y mujeres. Sólo por hombres y mujeres. Es cierto que en las versiones progresistas luego hay minorías sexuales, diversidad sexual, otredades; pero tanto para esas versiones como para sus contrapartes, los géneros son como los sexos: sólo hay dos. No hay espacio, en este mundo pequeño, ni para otras criaturas sexuadas, ni para otros sujetos generizados que no sean los de la ley universal que gobierna a todos y todas por igual: la diferencia sexual.
Me pregunto si la educación sexual que tendremos será capaz de subvertir esa ley; si será posible, para nosotros y para los que vengan después, desconstruir por fin su imperio. Desconstruir, justamente. Así. Con ese. l
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