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Viernes, 18 de septiembre de 2009

ES MI MUNDO

Mecha encendida

Mecha Ortiz nació con el siglo, un 24 de septiembre de 1900, y fue haciéndose mujer fatal en la pantalla del cine argentino. Su voz profunda, su pose de inalcanzable, el misterio de su intimidad siempre a punto de desatarse la convirtieron en diva, pero también en objeto de veneración en un círculo gay de años pasados. Los muchachos de antes la amaron, la perturbadora Safo sigue haciendo de las suyas cada vez que pasa por Volver.

 Por Ernesto Meccia

Primero fue el misterio: una actriz que debuta en el cine a los 37 años (en 1937), de quien se decía que se había iniciado en el espectáculo luego de que su marido (vinculado con la oligarquía terrateniente y familiar directo del presidente Roberto M. Ortiz) sufriera un terrible accidente mientras montaba a caballo, que lo dejara parapléjico hasta su muerte acaecida en pleno apogeo de esta actriz que nunca más volvió a casarse, ni tuvo algún romance (al menos público). Pero además de este rumor sobre su vida personal, era de su misma figura de la que emanaba el misterio. Tenía un aura que la distinguía de las demás: la estatura, la delgadez extrema, las frases irreparables de su voz grave, aunque –sin dudas– gran parte del misterio estaba en su forma de mirar. Tenía una mirada que mezclaba tristeza, melancolía, concupiscencia y unas ansias locas de recuperar el tiempo perdido. Clavaba la mirada –como perdida, pero inamovible– en quienes serían sus amantes, levantando levemente la ceja derecha mientras entrecerraba apenas los ojos para ver mejor, como una cazadora segura de su oficio. Los directores de cine supieron crear más misterio sobre el misterio: en varias de sus películas ella tardaba en aparecer, a veces más de diez minutos. Hasta entonces todo era de un enigma inquietante: los personajes hablaban de ella, casi siempre de su pasado plagado de desgracias de amor, de desarreglos mentales o de unos amores proscriptos de la dulzura burguesa. Cuando finalmente aparecía, la cámara hacía zoom para mostrar ese rostro tan denso de vida desdichada y con tantas ansias de devorar hombres más jóvenes, con independencia de cuál fuera el estado civil o afectivo de sus presas. Los directores filmaban sobre un código preexistente entre ella y el público: mostrar su rostro era mostrar la inminencia de la desestabilización del lenguaje sentimental de todos los días; el signo inequívoco de que había comenzado a funcionar el reloj de una bomba de tiempo que iba a destruirlo todo, como en una inolvidable película en la que no sólo se ocupó de privar a su cándida hermanita menor de su novio sino que cuando consiguió que éste se convirtiera en un concertista famoso (tras meses de tenerlo encerrado a biberón en su casa), en la noche del debut consagratorio se va en su auto manejando raudamente, escucha por radio el concierto y se estrella. Aquel film termina cuando la platea apluade al amante y la cámara hace un lento zoom hacia el asiento vacío que ella debió ocupar, como si, en realidad, se estuviera haciendo una especie de homenaje al poder destructor de la pasión, y lo que se apluade a rabiar no es la obra del concertista sino la de ella. El misterio tampoco faltó a la cita del final de su vida, en 1987: un extinto crítico de cine (no tan fanático de ella como yo) me contó que en el velorio en el teatro Cervantes apareció un señor muy mayor de barba muy blanca con un manojo de rosas rojas que depositó sobre el cuerpo para luego desaparecer furtivamente, saludando apenas a la familia. Se dijo entonces que con esas flores rojas el señor estaba agradeciendo las donaciones que durante muchos años la actriz le había hecho al Partido Comunista, algo que nadie sabía por entonces y hoy nadie puede confirmar.

Mecha Ortiz fue una de las más grandes figuras del cine argentino de la época de oro. Y, tal vez, la única diva por todos los elementos que mencioné. Imposible de comparar con Mirtha Legrand (la gran estrella adolescente del cine de teléfonos), pero asimismo imposible de comparar con la excepcional Tita Merello (Mecha era popular, pero raramente interpretaba personajes populares), a Mecha se la asociaba con Greta Garbo desde el primer momento, en que interpretó a la Rubia Mireya en un film clásico de clásicos: Los muchachos de antes no usaban gomina, de Manuel Romero, en 1937. Realizó un total de 37 películas, casi siempre como protagonista, en una carrera que culminó en 1976. Entre las más famosas: Safo, historia de una pasión (1943), primer film erótico argentino y prohibido para menores; El canto del cisne (1945); Una mujer sin importancia (1945), donde puede verse por primera vez en el cine que una mujer le pega un cachetazo a un hombre (Santiago Gómez Cou); Las tres ratas (1946) y Madame Bovary (1947).

Siempre sentí a Mecha muy homofriendly, algo que a lo largo de los años pude corroborar. Con un asombro que aún recuerdo, Mecha aparece citada por Manuel Puig en novelas y en obras teatrales. En La traición de Rita Hayworth y en Boquitas pintadas los personajes hablaban de ella cuando querían marcar el contraste entre Buenos Aires y los pueblitos de las provincias; eran mujeres que padecían el encierro del campo abierto tanto como los homosexuales: “Ya me estoy dando maña para aprovechar la noche viendo tantas cosas que hay en esta Buenos Aires de locura”, dice Nené en Boquitas pintadas después de lamentar no haber conseguido entradas para ir a ver a “la Mecha Ortiz”. Para esos personajes (y para el mismo Manuel Puig), Mecha era la promesa del cosmopolitismo geográfico y –por transición– moral. Habría que recordar que fue Puig quien pidió al director Leopoldo Torre Nilsson que la incorporara al elenco de la versión cinematográfica de Boquitas pintadas, en 1974. Luego la he descubierto en unos enigmáticos pasajes de Viaje prohibido (1978), una novela sobre la adolescencia de Blas Matamoro en la que Mecha es la Mecha de las películas “prohibidas” (Safo y El canto del cisne). Un personaje dice que es “una meretriz madura y comprensiva que inicia a los adolescentes inexpertos” y que “baja llorando las escaleras, con un sofocante fondo de piano de Rachmaninov, hasta caer en un sofá capitoné, enredada en sus propios encajes”. Una frase que nunca voy a olvidar. Más tarde me enteré de que fue solidaria con Miguel de Molina cuando lo expulsaron del país y de que fue íntima amiga de Eduardo Bergara Leumann, quien comenzó a vestirla. Cuentan que en una noche de alta temperatura no se podía estar dentro de la casa de Bergara, quien le dijo: “Mecha: te invito a comer afuera”. La Mecha entusiasmada le dijo que sí y, acto seguido, Bergara Leumann sacó la mesa y las sillas al patio de su casa.

Hace muy poco tiempo, cuando leí el hermoso El tiempo de una vida (2005), supe que la imaginación juvenil de Juan José Sebreli guardaba un lugar para ella porque lo “alucinaban las mujeres fatales, con sus miradas lánguidas y sus poses manieristas” como Greta y Marlene. Cada vez que veo a Sebreli en El Olmo quiero acercarme para que me hable de ella, pero nunca me animo.

Por fuera de los ámbitos de la alta cultura, la hospitalidad homofriendly de Mecha Ortiz también la pude comprobar deliciosamente cuando, recién mudado a Buenos Aires en la segunda mitad de la década del ’80, iba a esas fiestas ecuménicas en las que se encontraban homosexuales y gays de todas las edades. Siempre trataba de sacar el tema cuando me ponía a hablar con los viejitos. Y obtuve respuestas inolvidables. Uno de ellos me dijo que a pesar de que había debutado en cine teniendo cerca de 40 años, “no tenía comparación con ninguna, ni la tendrá. Hizo un carrerón. La Mecha siempre estuvo madura, pero nunca se cayó del árbol”. A otro le pregunté su opinión sobre su capacidad actoral. He aquí la respuesta (en una perfecta clave de teoría del aura): “Yo no sé si la Mecha era buena o mala. Lo único que te puedo decir es que –de todas– solamente ella podía ponerse a leer la guía telefónica en un escenario con un vestido cualquiera y el teatro se caía abajo de aplausos”. Por último recuerdo lo que me contó Andrés, que me dijeron murió el año pasado, muy entrado en años: “En la calle, si vos mirabas como la Mecha miraba a (Roberto) Escalada en Safo, llamabas la atención de los tipos, y si le dabas con el dedo índice tres golpes al cigarrillo como hacía ella y el tipo sacaba su atado de puchos, significaba que te le podías acercar”. Ahora que lo recuerdo, me reprocho no haberle preguntado qué estrategia de lenguaje no verbal seguía si el tipo no sacaba el atado de puchos porque no fumaba.

Me da mucha pena que Mecha esté tan olvidada en la actualidad. Menos mal que Soy está en la web, porque de esta forma podremos mantener la Mecha online, la Mecha encendida.

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