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Viernes, 25 de marzo de 2011

La evidencia suspendida

 Por Valeria Flores

Me enjuago la cara para despegarme la grasitud hollinada que se acopia en el ajetreo urbano. Le echo una ojeada al espejo y la veo venir con su cartera de cuero rojo y sus zapatos bajos, regordeta y prolija. Las miradas se intersectan en el punto del pensamiento en que las ideas se refractan en puntadas intempestivas. En ella, la imagen del espejo toma la forma de una pausa que activa la detención de su andar en el umbral de un sitio común. En mí, la punción óptica se repliega en la repetición de la escena venidera y “otra vez” es el primer aullido reflejo. La señora frena su paso al borde de la puerta. Percibo sus ojos seccionándome el cuerpo. En la carnicería de su mente, los cortes se tornan irreconocibles. El hurgar del ojo se vuelve penetrante y, de inmediato, se suelta el hilo que impone coser algún nombre, un cuerpo identificable, un género reconocible, para restituir la escena evidente, para recomponerse a sí misma. Da un paso atrás. Percibo la violencia de su examen gratuito y compulsivo, de su tarea como agente involuntario de seguridad del género, vigilando y controlando el cumplimiento de las normas. Ella nutre la costra de ojos que llevo en mi historia. En el retroceso, gira su cabeza hacia el cartel ubicado sobre el marco de la puerta. Baño de mujeres. Saca su escuadra imaginaria del género y traza líneas invisibles entre el cartel, mi cuerpo, su sexo y el espacio. La figura no cierra, hay una falla y las líneas no pueden más que dejar escapar quién sabe qué, dirá ella. Borronea una eventual conclusión que satisfaga su necesidad, incluso de su vejiga. Algo que no es una mujer como se debe está frente al espejo, se dice, mientras segrega una densa humareda de disgusto. La inseguridad de un cuerpo extraño en el baño, su baño, le resulta aterradora. Si yo no fuese blanca, se le habrían encendido otros temores. Me seco las manos con una toalla de papel y de reojo logro monitorear la declinación de su exhausto peritaje. Cuando salgo del baño, ella entra, prolija y serena, a su espacio de pertenencia. No es la primera vez que me ocurre, que nos acontece a todos aquellos cuerpos modelados en los variables y flexibles modos de la masculinidad de tortas, de mujeres hétero, de trans, modos con más a o menos decisión, con más o menos reflexión, con más o menos interpelaciones a la masculinidad hegemónica, pero no por ello más o menos sancionables. En esa suspensión de la evidencia, donde los cuerpos disuelven lo obvio, donde lo real se encarna en una materialidad que masculla en la lengua del género, en la lengua de lo humano, hay un tiempo, a veces segundos, a veces horas, a veces años, a veces una vida entera, en que habita una posibilidad... mientras, la imposibilidad se derrama a ocuparlo todo y no salimos iles*s de esa interrupción.

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