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Viernes, 23 de noviembre de 2012

Leyendo y despertando en “Aguas aéreas”

 Por Gabriela Bejerman

Hacía calor, era verano, diciembre de 1994. Yo estaba en una quinta, en un evento empresarial, haciendo el rol de “hija”. Mientras pasaban otras cosas sin importancia, en un rincón de la siesta, bajo las ramas del sauce, me puse a leer algo increíble, tan fervoroso como el aire que me recorría, con el que sudaba.

Ese libro me lo había prestado una nueva amiga, una compañera de la Facultad de Letras, Cecilia Pavón. Era Aguas aéreas, de Néstor Perlongher. Hasta ese momento yo no tenía idea de que la poesía podía ser algo así. Nunca había logrado entusiasmarme con lecturas de poemas, me resultaban una cosa más bien dura, seria, lejana. ¡Imposible olvidar la revelación de ese libro! Entendí que la poesía era algo vivo, que se movía, latía más allá del mero sentido de las palabras. Lo que había ahí no podía resolverlo ningún diccionario. Era necesario entrarle con toda.

Vislumbré un territorio desconocido, recibí la invitación. Veía cómo las palabras podían ser mucho más que instrumentos que se usan para decir otra cosa. Ellas son vida, algo tan plástico y dinámico que se toca, que te toca. Lo que los poemas de Perlongher me decían era: que las palabras bailen.

En su poesía una palabra empuja a otra, se van dando a luz como si antes no hubieran existido, porque entre ellas se encandenan sonoramente, se despliegan como fractales; la huella del devenir del poema es el poema mismo. El mero sentido, lo intelectual de la palabra, es algo tan chato y abstracto que puede aplastarse con un pisapapeles. En cambio aquí es sonido tridimensional, que crece, tiene volumen. La poesía de Néstor Perlongher es una coreografía que construye un espacio donde explayarse, retorcerse y respirar. ¡Sí, bailemos!

Desde aquella lectura de Aguas aéreas creo que la poesía es magia, palabras mágicas. No basta con entenderlas, hay que decirlas, pronunciarlas, gritarlas o susurrarlas. Porque la poesía es una invocación. Más allá del simple límite del sentido, las palabras cantan, danzan; en ese desborde existe la libertad, la poesía es un infinito donde todo es posible. El idioma se renueva, se expande, se hace extraño, extranjero; las palabras revelan y señalan líneas insospechadas. No hay por qué contenerse, me dijo Perlongher a través de sus aguas diáfanas: las palabras son joyas con las que nos adornamos. La boca come, ofrece, mastica palabras. El poema es un fluido viscoso, corporal, movedizo.

Una vez me preguntaron qué quería decir con mis poemas. En la respuesta que di reverberó ese origen, la lectura de Perlongher. Yo dije: No quiero decir algo, quiero hacer algo. Quiero que el poema acaricie, toque, que despierte una piel imprevista, que sea colores que empapan. El poema es un ser vivo, y escribir es construir un ser orgánico: esculpir su ruido, inventar su textura y activar el recorrido de su silábica sangre.

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