Viernes, 30 de noviembre de 2012 | Hoy
Por Roberto Jacoby
Las anécdotas de Federico de las que mejor me acuerdo, que tal vez sean las que mejor hablan de él, son esas que muestran las relaciones con los que a él más le importaban. Por ejemplo, la relación con su madre. Una vez bajaron juntos a la playa, estábamos en José Ignacio; su madre, como se imaginarán, era una mujer muy grande. Tenía muchas particularidades y una de ellas era que le gustaba vestirse de Adidas. Toda, de los pies a la cabeza, con ropa deportiva de Adidas. Y sobre esa ropa, hasta para ir a la playa, se ponía pulseras de metal, aros de diamantes, anillos con piedras finas de colores. Cuando los vi, le hice a Federico un comentario jocoso sobre el look de su mamá y él me contestó, también en el mismo tono: “Así como la ves, esta mujer se ha dado el lujo de quedarse dormida en las mejores óperas del mundo”.
Me acuerdo de que Federico era parte del que nosotros llamábamos el Ku Klux Klan positivo, un KKK bueno, formado por él, Guillermo Kuitca y Alejandro Kuroptawa. Eran como las hadas madrinas de la Gran Markova –¡pobre!– que, para colmo de ser negro, era muy pobre. Entonces sus tres hadas con K se encargaban de traerle regalos de sus viajes, principalmente perfumes, que eran lo que más le importaba a la Markova. Markova no dejaba que nadie las criticara delante de ella, espantando a los criticones: “¡Che, serán lo que sean, pero a mí me traen perfumes!”.
Otro momento memorable para mí es una performance que hicimos juntos con él y Oscar Masotta en el Di Tella, se llamaba Sobre happenings. Klemm era amante del teatro y de todo lo escénico. Nunca me voy a olvidar de él en ese happening: aparecía con un trajecito de baño muy chiquito y le tirábamos pintura con pedazos de pescado.
Creo que uno de los peores momentos debe haber sido la muerte de su perro. Se lo vio devastado, como nunca. Perdió a su perro en ese famoso incendio que hubo en su casa en los ’90. Fue horroroso, un bajonazo. El estaba deprimido y trastornado porque lo amaba. Decían que cuando murió el perro él estaba tan mal que amenazaba, con delirio abandónico, con dejarlo todo; o sea, el arte.
Para mí lo más interesante fue su programa. La obra de él es un kitsch desinflado, muy básica. Creo que mucho más interesante fue él como figura. Si hablabas cinco minutos con Federico, te dabas cuenta del personaje que era. Pero sus murales me parecen vulgares y sin atractivo. Las performances que él hacía en la televisión sí que eran muy geniales. Lo hicieron famoso, que era en verdad lo que él soñaba: más allá de cierta relación que tuvo con el under –que fue por influencia del contexto–, él soñaba con ser mainstream y reconocido. El de Federico fue el primer programa sobre arte conceptual que hubo en la Argentina y ése es un gran mérito. Además, él hacía en su programa una parodia involuntaria de la crítica de arte, por la gesticulación, por la importancia que les daba a las pavadas, por esas declaraciones estrafalarias sobre cosas como “el sentimiento del artista”. Era muy gracioso cuando decía que se elevaba a Dios y levantaba las manos mirando al cielo. Federico hacía un acting de un tipo de crítico de arte que ya en esa época no existía más.
Era muy genial también el dúo que formaban con Espartaco. Porque Espartaco, que era su empleado, tenía toda esa veta solemne, usaba un lenguaje incomprensible, semiótico, lacaniano y no sé qué. Rarísimo. Era tan tremendo que le decían “Espantaco”. Nadie entendía nada de lo que decía. Entonces, Klemm se burlaba un poco de él. Cuando Espartaco se extendía mucho, Federico le hacía por debajo un gesto de “tijeritas”, como diciendo “vamos redondeando que ahora va a hablar la señora”. No sé si él quería que se viera el gesto, pero la cámara lo tomaba igual. Para mí su programa es una de las grandes obras de la década del ’90, del arte menemista.
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