Viernes, 15 de febrero de 2013 | Hoy
Por María Moreno
Si a las mujeres el nombre de pila solitario intenta dejarlas sin apellido en la esfera pública, el apellido precedido del artículo las llama como merecedoras de gloria sobre las glorias: el show que La Cortese dio en Boris tiene un título de peaje pasional. La voz de La Cortese (potente, a veces zumbona, con ese coágulo de tragedia que tenía en la garganta La Maizani pero con más vendetta) es la voz de La Cortese aún en los temas en que nos han acostumbrado, a la vera del original áureo, a que el intérprete se desbarranque en un mimetismo rastrero o se anime a una versión que por intentar todo lo contrario no hace más que gritar su deuda con aquello que desea variar: “Cuesta abajo” de Gardel y Le Pera, “Ay amor” de Bola de Nieve, “Mi último fracaso” de Pedro Infante...
Al elegir temas que no revelan la identidad de género o al conservar el narrador masculino original, La Cortese rompe la identificación entre autor, cantante y narrador al mismo tiempo que preserva la universalidad del texto, desobedeciendo altivamente el principio realista pedestre que divide tanto para el tango como para el bolero, entre letras para dama y letras para caballero (el valor literario suele quedar de este lado).
El archivo de una voz como la de La Cortese contiene dolor, venganza, ironía, deseo, brama: sublima pero no estetiza ni es literal en su química: nada de calle amorosa hecha síntesis de gola, escabio y faso, hasta remedar al Goyeneche que, como un médium, convocaba a la voz perdida, inventando una escansión imposible y hasta un ocasional coceo (acá, de vez en cuando, la Cortese lo cita con los pies).
Colette decía que el poder femenino era el mayor porque, conteniendo todos los dones y ni uno menos que el masculino más todos los propios de la mujer, una soberana como ella deseaba poner, al igual que una esclava, todo a los pies de un amor (para despojarse de todo, es preciso tenerlo todo): La Cortese hace la performance de darse sin límites generando la empatía de un público que, uno por uno, una por una, se deja hipnotizar por su propio pasado de amante mientras ella chispea, entre tema y tema de golpe al corazón, con poemas de notables e ironías autobiográficas.
La Cortese no hace su entrega con esa mezquindad de ciertas divas que se despojan sólo hasta la melena revuelta o el bretel caído. En la apoteosis, su voz no tiene género, parece elevarse sobre la coyuntura carnal.
A veces, La Cortese transpira como un púgil (un púgil del amor) o bebe como si acabara de atravesar Atacama: por eso aún con túnica talar, dos piezas existencialistas o túnica bordada de sultana, los dedos llenos de anillos a lo Manucho, cada noche termina desnuda.
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