Viernes, 2 de enero de 2015 | Hoy
Por Patricio Ezcurra
Cuando yo era joven —y aviso que pronto habrá que festejar de aquello medio siglo— jamás toqué un viejo. ¡Asco! Para empezar con una justificación anclada en la situación histórica debo decir que me parecían anticuados, todos de derecha, incluidos los de izquierda. Entre los jóvenes de los setenta y los de los cincuenta la brecha era mortal. Además, la piel vencida, cierto olor que daba una combinación cosmética y hormonal me daba repelús. Es posible que parte de la repulsión viniera de la visión de mi propia vejez obligatoria de puto: pelo teñido que se decolora ante el desplante, el deseo como una brasa en la mano, la ridiculez, y en el mejor de los pronósticos, soledad acosada por parientes herederos también obligatorios. Pero no todos eran como yo. Muchos de mis amigos salían con hombres mayores y por momentos me daba cierta envidia: era la tranquilidad de la pareja estable, con un modelo muy próximo al heterosexual, donde el joven cumplía alguno de estos variados roles: objeto sexual, socio, ama de llaves, coqueto, la deprimida eterna, la alegría del hogar. Conclusión: siempre hubo rotos y descosidos. La gran diferencia hoy, Internet mediante, es que siendo (físicamente) lo que en mi jerga sigue llamándose “un viejo de mierda”, tengo sexo con jóvenes divinos asegurado sin la necesidad de hacer otra cosa que seguir deteriorándome. La cosa es así, en los chats hay una gran cantidad de chicos educados, no educados, divinos, cariñosos y excitados que buscan señores mayores sin límite de edad para experimentar encuentros ardientes. Hay algo de fetiche en esos requerimientos, no me buscan por lo que soy sino por cómo estoy. Pero también hay más: no sólo el añejamiento vale, sino la coreografía que impone estar con alguien mayor, en definitiva, alguien que cumple con esa imagen de viejo puto obligatoria, aunque ahora estetizada: nosotros aseguramos experiencia, cierta veta degenerada que nos impone el deseo exacerbado por nuestra condición de no deseables y un aire de estar de vuelta. Paradoja: la demanda es tan grande que nos ha vuelto selectivos, altivos. Pero esta dignidad fuera de planes, lejos de restarnos, nos suma. Las redes sociales, los jóvenes, el matrimonio igualitario nos han ido torneando en un momento y un espacio (la virtualidad que lleva a la acción) en que todo lo que en el resto del mundo se considera “defectos” (viejo, gordo, discapacitado, mutilado, etc.) se vuelve high tech. ¡Si hasta la eyaculación precoz se revaloriza desde la lectura del deseo incontrolable y el pene chico pasa a ser pieza de joyería!
Me preguntan si no me preocupa que el factor amor no entre en este juego de encuentros. Respondo que no descarto que se dé, y que no lo busco. Al contrario, creo que este tipo de encuentros eminentemente sexuales —por favor aquí anotar que podrían superar en cantidad y variedad los que otrora se cazaba en el yire— recuperan el sabor disidente que la tentación familiar que vino con las leyes parecía haber vuelto amargo. Confesión al margen: jamás tocaría a un viejo como yo. ¡Asco! ¿Soy un poco de derecha?
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