¿Qué los une? Lo mismo que lo separa. Lo que tiene en común la galería de figuras que protagoniza esta película es que todxs van a comer a Cenáculo, un restaurante tan exclusivo que se dedica a atender una sola mesa por noche. Pepito Cibrián interpreta a uno de los dueños del lugar junto con su hermana Graciela Borges (que no olvidemos que ya hizo de hermana de un gay en Hermanos, con Gasalla de coequiper). Y mientras él controla la cocina y trata con los invitados millonarios que alquilan helicópteros para impresionar a sus amadas, trafican efedrina y dopamina o, como en el caso de los personajes de Marilina Ross y Norma Aleandro, se reencuentran tras veintisiete años de estar en pareja y no verse por un período de tres meses, ella, la Borges, observa desde su casa a través de una cámara de video las historias que acontecen en el salón del restaurante. No sólo en el salón, sino básicamente en el exótico baño donde cuelga, literalmente, el espejo al que se alude en el título. En su formato fragmentado y en la violencia de su lenguaje, El espejo de los otros tiene un cantadísimo tufillo a Relatos salvajes: historias que se desmadran de un plumazo, imágenes impactantes y rotundas (Bredice le clava un puñal a Casero en la mano, contra la mesa), gritos desaforados y explosiones de furia. Lo que Carnevale le agrega al cocktail es sentimentalismo. Este último es el caso de la escena protagonizada por Ross y Aleandro, que si bien es disfrutable por sus actuaciones y sobre todo por verla a Marilina cantar a capella “Smile”, la canción que Charles Chaplin compuso para Tiempos modernos, resulta superficial. Una amiga de ambas, Ana María Picchio (cuyo trabajo es uno de los más destacados de la película), ayuda a Aleandro a escapar del hospital donde yace internada con cáncer para que antes de morir pueda ver a su novia, a quien su familia le tiene prohibida la visita. Pero la escena no profundiza en el conflicto y se dedica a pintar un cuadro plano y estereotipado del amor lésbico, asociado, además, al dramatismo.