Viernes, 2 de septiembre de 2016 | Hoy
Por Alejandro Modarelli
La izquierda revolucionaria de los años 70 tuvo sus manuales de buena conducta, en los que la pedagogía moral no se restringía a saber pelear y a saber morir por una causa que se sentía noble, sino también a desdeñar una libertad que se percibía farsa, por provenir de una disputa interna de la burguesía combatida: la libertad sexual. Monogamia y heterosexualidad eran la armadura afectiva y la identidad privada del revolucionario ejemplar. El feminismo era un asunto de minas pequebú distraídas en naderías de orgasmos clitorianos, y la homosexualidad como mínimo una enfermedad degenerativa del capitalismo. Si hay que enterrar la sociedad de clases, pensaban, no llevemos maricones ni histéricas al entierro porque, bien lo sabían los espartanos, los placeres del cuerpo se traducen en molicie y la molicie en delación (por incapacidad de soportar el apriete del enemigo, al menos para quien no hubiera cursado el S/M). Los placeres eran, compañero, la vía regia de la derrota.
Mucho se debatió en estas últimas décadas sobre la enorme injusticia de haber vuelto invisibles, inhallables, en los informes sobre derechos humanos, como el Nunca Más, los nombres, voces y rostros de homosexuales que no pasaron la juventud solamente “pensando en eso”, sino que a los galardones del propio cuerpo deseante le sumaron los de la militancia social, la entrega sin condiciones, muchas veces, a una causa colectiva en la que no tenían asegurado ni por asomo un sitio en la estación final llamada emancipación. Héctor Anabitarte recuerda siempre que en una reunión del Frente de Liberación Homosexual con enviados del gobierno de Cámpora se les propuso tratamientos de rehabilitación, como las señoras de sociedad a las mucamas cursos de alfabetización. Es cierto que en los hangares revolucionarios se creía en esa mecánica de uniformar lo diferente, porque si algo no precisaba el Hombre Nuevo, eran las ternuras de la diversidad ni las preguntas del militante sobre la relación con su propio cuerpo. Se servía a la causa como ejercicio sacrificial, y el sacrificio no busca preguntas sino, como en Abraham, actos de fe.
En la Argentina hubo que esperar la emergencia del MAS de Luis Zamora, en 1983, para incorporar el deseo como asunto político, la homosexualidad como posibilidad revolucionaria y resistencia contra la opresión, la injusticia cultural como compañía de la injusticia económica. El trotskismo, con su tradición cosmopolita, siempre estuvo abierto a la potencia y los devenires, y en el trazo de sus debates estaban escritos también los cuerpos de los disidentes sexuales, como el de Daniel Retamar. Digo cuerpo, performance y poesía de ese chico hermoso y libre de quien ahora recuerdo antes que nada los ojos azules tan sensuales, su paso por la CHA, que si tuvo que atravesar el círculo infernal de El Olimpo, siendo un adolescente de quince años, se me ocurre que, emergido de esa noche del mundo, supo que nunca más iba a dejarse arrastrar por otras clandestinidades, destierros o desapariciones. Ni olímpicos desdenes. Convencido como estuvo hasta el momento de su muerte en el Hospital Muñiz que no había cielo rojo posible que fuese verdadero resguardo contra el desamparo si bajo su luz revolucionaria no pudiesen alimentarse y liberarse los maricones, las tortas, las travestis.
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