Viernes, 2 de septiembre de 2016 | Hoy
Por Gustavo Pecoraro
¡Qué jodido el recuerdo cuando nos hace trampa! Cuando abandona el retumbe de la emoción en la meseta opaca de la nada. Queriendo escribir estas palabras desde el recuerdo del primer día en que conocí a Dani, no puedo ubicar -sin embargo- en qué situación concreta fue; aunque tengo bien presente su voz de gallo y sus ojos de río. Pensando un poco más, creo que su pelo también forma parte de este rompecabezas, obligado ejercicio de la vieja memoria. Nos reunió la política. Pero mucho más.
Ya era él un militante con experiencia que había pasado por el peronismo revolucionario y ahora coincidíamos en el MAS de Nahuel Moreno. Había estado detenido desaparecido en El Olimpo y torturado con saña por su orientación sexual. Algunas veces me pregunté cómo sería sobreponerse a la picana del genocida machacando doliente donde el placer habita.
A pesar de nuestra juventud (18 yo, 21 él) había una tímida admiración que clausuró de inicio, aunque siempre actuó como una especie de hermano mayor y consejero en ese encuentro donde nos pretendíamos revolucionarios, socialistas internacionalistas, militantes homosexuales. En esa época él vivía una tormentosa relación con otro compañero del partido que militaba en San Martín, al que aún hoy día me cuesta sentir cercano. Esa idea del compañero que supo ser Dani, se transformó en amistad y devino en utopía de activistas maricas. Éramos los putos dentro del MAS y los troskos en la CHA. Con el tiempo se reveló más cómoda nuestra pertenencia a esta organización que nuestro rol en el partido. Y es que hubo que batallar mucho en ambos lados pero el fuego amigo fue más cruel desde las filas pretendidas revolucionarias que desde los grupos afectivos de los militantes de la diversidad sexual. Y resultó más de pares, sin lugar a dudas.
Aunque sus crueles pesadillas las compartía sólo con algunos de nosotros, junto a Dani había seguridad. Su mirada irradiaba confianza, y aunque levantara la voz, cautivaba con esa risa de cascabeles siempre en un tono más alto de su registro. En una etapa de profunda crisis personal me alentó poniéndose como ejemplo para sobrellevar dificultades, en una carta donde se declaraba “constructor de amaneceres” concluía “nuestro rol es único, porque es nuestro”. Una vez el Eros nos llevó a la cama transformando esa fantasía casi adolescente de pretender amarlo en una amistad sólida construida en el camino en común. La distancia de quereres y proyectos nos entibió el encuentro, y cuando supe de su muerte no pude más que llenarme de juzgamientos, como se siente lo que no se comprende, ni se entiende, ni se acepta.
Desde el momento que supe de la edición de Detrás de estos ríos intenté esquivar la parte que me toca. Cosas que hacemos lxs que estamos vivxs cuando el dolor de la pérdida es tan grande que la llevamos a la privacidad de la custodia de nuestro corazón. Pero bien vale salir de esa zona de comodidad por la memoria de mi compañero, Daniel Retamar.
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