AMARANTA GóMEZ REGALADO, MéXICO
–En la cultura zapoteca, particularmente en el istmo de Juchitán –que es un área dentro del estado de Oaxaca– tenemos cuatro identidades, que pueden o no ser trans: guna (mujeres), nguiu (hombres), ngüíu (lesbianas) y muxhe, que es el término que arropa la parte biológica masculina pero también genérica femenina, que en nuestra cultura tiene roles específicos. Por lo tanto, no se tiende a cuestionar ni a castigar como en muchos otros lugares. No es que sea un paraíso, sino que hay códigos identitarios étnicos que han permitido desde lo ancestral hasta ahora que estos géneros convivan. Creo que una de las razones que los géneros jugamos es el de la conservación de la cultura: las tradiciones, las costumbres, la cosmovisión y algo muy particular, que es la lengua. En zapoteco, por ejemplo, la categoría “la” o “el” muxhe no existe; decimos “ti muxhe”. El “ti” no tiene género, permite la convivencia. Cuando lo llevamos al castellano, hay una necesidad del encajonamiento, de la asignación. La lengua logra arropar las identidades y las legitima.
–En Juchitán se llevan a cabo unas festividades tradicionales oaxaqueñas que se llaman velas. Las muxhes tenemos una vela desde hace 35 años: “De las muxhes para la sociedad”. Es una festividad que nos constituye, que nos legitima y no es un gueto, sino que convoca a la familia, los políticos y representantes de la sociedad en general. No hacemos marchas, no tenemos lugares gays, no los necesitamos.
–Poder articular las identidades –no sólo las diversas, sino también las indígenas como tal–, de la región latinoamericana. Para mí es un reto poder articular un esfuerzo en torno al vih, derechos humanos y sexualidad. No se pueden separar, máxime cuando hablas de sexualidad de los pueblos indígenas.
–Hace 15 años, cuando tenía 18. Una vez Denise Dresser me preguntó cuándo me sentí poco preparada en la vida y yo le conté que a mis 18 años murió un tío, muxhe también, por causa del vih. En ese momento no tuve manera de resolver la situación. Asumí que eso pasó y que tenían que pasar muchas cosas más. Eso me obligó a reconocer que somos entes sociales, más allá del género, y que había que dar una respuesta tangible frente a la epidemia.
–Descubrimos que teníamos que profesionalizarnos para enfrentar la epidemia. En eso estaba cuando en la madrugada del 31 de octubre de 2002 iba a Oaxaca para un acto oficial de entrega de pruebas rápidas de vih cuando el colectivo en el que viajaba volcó. Ahí perdí el brazo. Eso me reconfiguró en términos de mi activismo y de mi persona. Se agregaba un tema más para trabajar: reconocerme una mujer distinta y reconocer que Amaranta era mucho más que un brazo. Después vino lo de la candidatura a legisladora, en 2003. Me di cuenta de que a algunas personas nos toca ser carne de cañón, que tenemos que ir primeras en la línea de batalla.
–Mi trabajo en prevención del vih está centrado en la pertinencia cultural. Esto no significa traducir la información –sobre prevención, el acceso a información y a los insumos preventivos, del combate a la discriminación y estigmatización– de manera literal. Más bien es hacer un ejercicio de diálogo hacia adentro, intracultural, dentro de las propias comunidades, para encontrar los conceptos y la manera de transmitir la información. La cultura oral nos construye y eso en nuestra lengua favorece mucho porque se transmite exactamente lo que tú quieres decir. Cuando lo transportas de otro lado, hay palabras que cuesta mucho traducir, pues uno tiene que confrontar con valores preestablecidos de la propia cultura. A estas alturas no hay una cultura étnica pura, hemos ido cambiando y creo que hemos zapotequizado las cosas.
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