Domingo, 1 de abril de 2007 | Hoy
NOROESTE > DE IRUYA A NAZARENO
El norte argentino se hace más inabarcable cuanto más se lo conoce. En cada viaje que se emprende por la región se tiene la sensación de haber visitado una ínfima parte de todo lo que hay para conocer. Ni hablar si se trata de recovecos o lugares a los que sólo se puede llegar a pie. Como muestra, crónica de un trekking por antiquísimos senderos que conectan minúsculos caseríos entre sí.
Por Mariana Lafont
La travesía comienza en Iruya, pequeño y recóndito pueblo prendido de la ladera de la montaña a 2780 msnm. Si bien está ubicado en la provincia de Salta, para acceder a él es necesario hacerlo desde Humahuaca (provincia de Jujuy) y recorrer 73 kilómetros de un difícil y a la vez imperdible camino. Los colectivos que realizan el recorrido son viejos Mercedes Benz que solían transitar las caóticas pero planas calles de Buenos Aires y que ahora recorren los solitarios, ríspidos y altísimos caminos de la Puna.
El micro sube, da vueltas y sigue ascendiendo hasta llegar a un desvío que conduce a Iturbe –última población jujeña y que alguna vez tuvo estación de tren– desde donde se debe remontar el cauce de un río seco hasta trepar los 4000 msnm y llegar al Abra del Cóndor, límite entre Salta y Jujuy. De allí hasta Iruya son sólo 19 kilómetros; sin embargo, son arduos y los más difíciles para cualquier conductor ya que el camino avanza en una empinada y zigzagueante bajada de 1200 metros. El viaje dura tres horas pero el desfile de paisajes y colores de la Quebrada de Humahuaca parece no tener fin.
SUSPENDIDO EN LA MONTAÑA Al llegar a Iruya, la primera impresión que se tiene es la de estar frente a un pueblo suspendido en las nubes y colgado de la montaña. Pero a medida que uno se aproxima se empieza a vislumbrar una fortificación natural ya que el poblado está cercado por los ríos Coranzulí (o Iruya) y Milmahuasi. Y es en verano –durante la época de lluvias– cuando Iruya se transforma en una isla debido a la gran crecida de los ríos.
No bien se desciende del colectivo, una edificación capta inmediatamente la mirada y si bien su arquitectura es simple, el impacto es grande. Se trata de uno de los símbolos de Iruya: la iglesia de San Roque y Nuestra Señora del Rosario, casi tan antigua como el pueblo mismo. El templo fue fundado hacia 1753 pero a lo largo del tiempo sufrió grandes cambios y muchos de sus rasgos típicos de época se fueron perdiendo.
En cambio, en el pueblo se ha conservado casi intacto el trazado original –con sus estrechas, empedradas y extremadamente empinadas callejuelas– y se han mantenido sus inconfundibles casas de adobe con techos de paja y piedras. Y es justamente la paja brava la que ha dado el nombre a este lugar. Según cuentan los pobladores, aquí solía crecer abundante paja y para indicar en quechua el lugar se utilizaba el vocablo “iruyoc” que significa “lugar de los pastos altos”.
CULTIVOS COLGANTES Y LEGADO INCAICO Tanto Iruya como sus alrededores llegaron a formar parte del vasto Imperio Inca o Tahuantinsuyo (en quechua: “las cuatro regiones”) que estaba integrado por cuatro suyos o territorios. El Kollasuyo, el más grande de los cuatro, se encontraba en el extremo sur y se extendía desde el sur de Cuzco hasta el sur de la actual Santiago de Chile, y desde las costas del Pacífico hasta los llanos de Santiago del Estero en Argentina.
Hoy en día es posible contemplar la manera en que los Kollas, como buenos descendientes de los antiguos habitantes de esa parte del imperio, trabajan la tierra y han desarrollado técnicas de agricultura excepcionales. Salta a la vista cuando se contemplan las terrazas de cultivo que se encuentran en los alrededores de Iruya. Fabricadas con paradores de piedras y ubicadas en las laderas de las montañas, cuentan con un completo sistema de irrigación por canales. A lo lejos se pueden contemplar las prolijas laderas de las montañas como si hubieran sido talladas por la mano de un genio escultor. Sin embargo, también es cierto que, a pesar de poseer tan antigua y valiosa tradición, los Kollas actualmente son un grupo marginal y muchas veces han tenido que dejar sus campos y, por ende, abandonar sus terrazas a los efectos del deterioro y la erosión (esta problemática está muy bien retratada en el documental Río Arriba, de Ulises de la Orden).
¡Andando! Al llegar a Iruya con la idea de permanecer varios días para conocer lugares más inaccesibles es imprescindible hacer a un lado cualquier medio de locomoción que no sea tracción a sangre. En los alrededores del pueblo es posible realizar caminatas donde los únicos compañeros serán sus pies, el silencio y mucha paz. Si se va un poco más lejos, a 9 kilómetros se encuentran las ruinas de Titiconte, un pueblo precolombino de construcciones semisubterráneas. Es conveniente ir con cuidado ya que en el camino hay desfiladeros y pendientes abruptas. Para quienes están más preparados y le pueden exigir más a su cuerpo es altamente recomendable realizar un trekking de cuatro días hasta Nazareno. Para ello es indispensable ir con un baqueano o bien con algún operador turístico que realice este tipo de travesías.
A medida que la marcha avanza, y mientras los cerros y los colores se transforman, los pensamientos fluyen y se zambullen en la inmensidad circundante. Por breves instantes, la abstracción es absoluta, casi irreal pero el entorno continúa seduciendo. Finalmente, la conexión es ineludible y total. En esos momentos la presencia de la Pachamama –Madre Tierra– se siente, simplemente está.
Entre tanto, los caminantes –locales y forasteros– deambulan de un caserío a otro mientras le brindan tributo a su deidad en cada apache- ta, un montículo de piedras, a manera de altar, erigido en honor a la Madre Tierra. La tradición indica que, luego de dejar las ofrendas, se deben hacer los pedidos para tener salud y apartar posibles desgracias del camino. En general, al ver una apacheta, es común parar a descansar y tomar un poco de agua y, en ese caso, antes de beber se vierte un poco al suelo a modo de ofrenda a la Pachamama.
TRAS LOS PASOS DEL MARQUES El itinerario es arduo y largo y requiere entre seis u ocho horas de caminata por día. La primera parada es en Chiyayoc y, como es usual en caseríos de este tipo, la escuela funciona como albergue para pasar la noche.
En los cuatro días de travesía se atraviesan Rodio, Rodeo Colorado y Abra del Sauce, todos ellos “rodeos”. Este término, utilizado por los locales, indica aquellos caseríos dispersos en los cerros que básicamente están constituidos por un conjunto de casas –en algunos casos no más de dos o tres– y una escuela primaria. La característica común de los rodeos es que sus habitantes están emparentados.
Todas estas tierras aisladas y sutilmente pobladas por ínfimos caseríos que parecen brotar de la tierra, formaban parte de lo que tiempo atrás fue el marquesado de Yavi, ciudad donde se encuentra el palacio de principios de 1600 que vale la pena visitar, a 30 kilómetros de La Quiaca. El marquesado era un importante territorio dentro del Virreinato del Río de la Plata que se extendía por diversos municipios de la actual Bolivia y abarcaba toda la Puna argentina. El último marquesado perteneció a la familia Fernández Campero y duró de 1708 a 1820, luego de haber fallecido el cuarto marqués, Juan José Fernández Campero. Sin embargo, el título ya había desaparecido previamente como resultado de las disposiciones de la Asamblea de 1813, que puso fin a los privilegios nobiliarios y feudales. El último marqués, que se había sumado a las tropas libertarias de su pariente Martín Miguel de Güemes, fue derrotado y hecho prisionero por el ejército realista en la batalla de Yavi el 15 de noviembre de 1816.
CAMINO A NAZARENO Luego de haber atravesado minúsculos asentamientos humanos durante varios días, la primera impresión al arribar a Nazareno es la de sentirse “de regreso a la civilización” ya que se vuelven a ver automóviles. Y es justamente en ese momento cuando se puede apreciar lo “alejado del mundo” que se ha llegado a estar.
Nazareno está ubicado en el extremo norte de la provincia de Salta, limitando con Bolivia. Y si bien es una población más grande, el silencio, afortunadamente, continúa imperando.
Al emprender el regreso hacia La Quiaca, el camino se vuelve cada vez más árido e inhóspito debido a las grandes alturas que el vehículo debe trepar. La ruta es precaria pero el paisaje, magnífico e imponente, lo vale. Sin embargo, el clímax llega cuando se atraviesa el cerro Fundición a 5050 msnm y se sienten las intensas y heladas ráfagas de viento.
Luego de tres horas de viaje se arriba a la ciudad límite con Bolivia. Como en toda ciudad fronteriza el movimiento es constante, algo a lo que uno se ha desacostumbrado después de tantos días de aislamiento. Sin embargo, también es interesante observar la extraña mezcla de gente que se da cita allí. Aunque la ciudad no es tan pintoresca como los pueblitos de la Quebrada de Humahuaca vale la pena recorrer su mercado y apreciar la enorme y colorida variedad de choclos y papas, tan característicos de la cultura andina. Por último, antes de subir al micro, y si se es lo suficientemente valiente, no deje de probar algún picante de pollo recién hecho. No se arrepentirá.
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