CHILE POR LAS TORRES DEL PAINE
Castillos de roca
El Parque Nacional de Torres del Paine, en el sur de Chile, debe su nombre a los picos que se
erigen como torres de un castillo, puntas agudas de un macizo aislado entre la Cordillera y el Pacífico. Es un verdadero paraíso para quien quiera combinar la naturaleza con el turismo activo.
Texto y fotos:
Graciela Cutuli
Donde reina el silencio, las formas hablan. En el sur de Chile, donde la Patagonia es apenas una lengua de tierra, montañas, lagos y fiordos que bajan de la Cordillera hacia el Pacífico, hay un lugar donde la naturaleza parece hablar un idioma celestial: es el Parque Nacional Torres del Paine. Aunque se lo visita todo el año, el verano es la temporada ideal porque permite descubrirlo con el cielo despejado y recorrer hasta el corazón los circuitos que se adentran por las montañas y glaciares, bordeados de prados floridos donde es fácil acercarse a los guanacos y zorros que, sin timidez, viven en este paraíso. Sin embargo, cualquiera sea la estación, hay un acompañante permanente: el viento, único elemento constante de un clima imprevisible, embate sin cesar los picos montañosos y los ventisqueros donde duermen antiguas leyendas. Cuenta una de ellas: “Quien no haya estado en la Patagonia o en Tierra del Fuego, no puede comprender el gran silencio que allí reina. Por eso, un ruido liviano puede molestar a los genios, y así sucedió con unos yaganes que, al ver volar una bandurria al terminar el invierno, se entusiasmaron y gritaron de contento. La bandurria, que es genio por derecho propio, quedó disgustada por la violación del silencio andino y decidió castigar a los irreverentes. Envió grandes tormentas de nieve que paralizaron todo. (...)
Desde entonces los yaganes comenzaron a tratar a la bandurria con gran respeto, y cuando ella sobrevuela sus cabañas la gente permanece silenciosa”. Igualmente silenciosos, no de temor sino de admiración, quedan quienes asisten por primera vez al magnífico espectáculo de Torres del Paine.
En el lugar azulado El Macizo del Paine (“lugar azulado” en el idioma de los indios) tiene una larga historia. Empezó hace unos 12 millones de años, cuando las capas sedimentarias superiores de la corteza terrestre fueron violentamente empujadas hacia arriba por una explosión de rocas ígneas y formaron una masa que hoy supera los 3000 metros de altura en la “pampa patagónica”, separada de la Cordillera de los Andes. El agua y el viento hicieron el resto. Hoy, Torres del Paine es un verdadero santuario natural que cada año atrae a turistas y caminantes de montaña de todo el mundo. Sin contar a los escaladores, que en las paredes de estas torres -donde hay verticales de más de 1000 metros– encuentran un desafío sólo apto para expertos.
El parque está dividido en ocho sectores: Laguna Azul, Laguna Amarga, Lago Sarmiento, Laguna Verde, Lago Pehoé, Lago Grey, Lago Toro y Lago Paine. En los cuatro primeros hay otras tantas vías de ingreso.
El circuito más completo que se puede realizar es la circunvalación del parque, que lleva entre seis y ocho días según el ritmo de marcha, y atraviesa glaciares, ríos y bosques de lengas. Para esta travesía hay que ser un trekker entrenado, y recordar que por razones de conservación -este parque forma parte de la red de Internacional de Reservas de la Biosfera de la UNESCO– los senderos están pautados: no se puede ni caminar, ni cabalgar ni andar en bicicleta a campo traviesa, sino que es preciso respetar los circuitos previamente establecidos por los guías y la administración. Sin embargo, se puede empezar también con caminatas más sencillas hasta adquirir algo de práctica: hay muchas variantes que llevan entre dos y cinco horas, recorriendo distintos refugios, guarderías (base de los guardaparques) y lagos. Estas guarderías son el punto de partida ideal, ya que allí los guardaparques pueden dar todas las indicaciones necesarias respecto del estado de los senderos y las nuevas disposiciones que vayan surgiendo para los recorridos.
Caminando por las picadas Una buena opción para empezar es la caminata que va desde el Salto Chico, situado junto al Hotel Explora –justo frente al lago Pehoé y los Cuernos del Paine– hacia el mirador del Lago Nordenskjöld. Entre arbustos, líquenes y pequeños macizos de flores, la picada llega hasta el refugio Pudeto y el Salto Grande, una cascadaimpresionante por el caudal y la fuerza del agua. Más adelante, tras bordear el brazo sur del Nordenskjöld, se llega a orillas del lago, exactamente frente al macizo del Paine: como en una postal donde sólo se mueven el agua y las nubes, se alzan inmóviles e imponentes los Cuernos del Paine –muy fáciles de distinguir porque tienen la punta coronada por roca sedimentaria de color oscuro–, el Paine Grande y el Almirante Nieto. Hacia atrás, se divisan el Glaciar del Francés y las Torres del Paine. Desde aquí no se ven de frente: para eso, hay que bordear el macizo hacia atrás, en otra larga caminata, o cruzar el lago Pehoé en lancha, saliendo del Salto Chico, hasta el refugio Pehoé. Otras montañas célebres del Parque son el Grupo del Cerro Catedral —en el sector occidental del Valle del Francés—, el Cerro Negro y los Mellizos, la Aleta del Tiburón (una afilada montaña de granito que culmina en una estrecha cumbre), el Grupo del Escudo y las Torres del Francés (la Espada, la Hoja y la Máscara).
Otra excursión de medio día sale del Salto Chico hacia el sur para llegar hasta la península del Lago Grey después de haber bordeado el río Paine y cruzado el río Pingo por un puente colgante frágil y angosto que no soporta más de 200 kilos a la vez. Del otro lado del puente, un sombreado bosque de lengas y ñires pone la última barrera antes de que se extienda bajo los pies una extensísima playa de piedras oscuras: es la morena del glaciar Grey, una de las últimas lenguas de los Hielos Continentales (que en Chile se conocen como Campo de Hielo Sur, ya que hay otro Campo de Hielo Norte). Frente a la morena, el lago, y sobre él los témpanos desprendidos del glaciar, cuyos picos de hielo se divisan apenas un poco más lejos. Cuando empieza a bajar el sol, el frío se hace sentir: pero basta combatirlo con el último esfuerzo, un pequeño ascenso hacia el mirador que se encuentra al final de la morena. Desde la cima, se divisa el ancho lago salpicado de témpanos y agujas de hielo que se derriten lentamente, mientras el Paine Grande parece vigilar desde el fondo que nadie quiebre el sagrado silencio de la escena.
Además de caminar, el Parque Torres del Paine se puede recorrer en bicicleta —sólo por los caminos habilitados para el transporte público, que de todos modos llevan hacia los principales puntos turísticos—, a caballo (en las estancias cercanas se pueden alquilar los animales para realizar cabalgatas en algunos sectores, como el Lago Pehoé, Laguna Azul y Laguna Amarga) o bajando los ríos en balsas y kayaks. Los cursos de agua son dificultosos, pero es posible realizar descensos en los ríos Grey, Paine y Serrano.
Guanacos y flores silvestres Cualquiera sea la forma elegida para recorrer estos circuitos, hay algo que sobresale entre la belleza del paisaje y que es sin duda uno de los aspectos más fascinantes de Torres del Paine: la abundancia y accesibilidad de la fauna. La estrella indiscutible es el guanaco, disperso en los sectores de Laguna Azul, Laguna Amarga, Lago Sarmiento, Laguna Verde y Lago Pehoe. El verano es la época de reproducción de estos animales, que aquí parecen haber perdido asombrosamente el miedo ancestral a la cercanía humana: a medida que se divisan las manadas compactas de guanacos y chulengos (el nombre que se les da a sus crías, hasta el año), es posible acercarse hasta una distancia impensable en otros lugares y verlos pastar tranquilamente con el espléndido fondo del macizo montañoso. Es el paraíso de los fotógrafos, que podrán volver a sus casas con decenas de primeros planos de guanacos y otros animales. Entre ellos, zorros, cisnes de cuello negro, liebres, maras, caranchos, caiquenes, pájaros carpinteros y hasta cóndores, que suelen bajar a los valles a comer. Aunque es un ave esquiva, muchos consiguen divisarlo perfectamente, hasta que se aleja de nuevo hacia lo alto de los Andes. La “figurita difícil” es el sigiloso puma, del que hay unos pocos cientos de ejemplares en el parque, pero sumamente huidizos y solitarios: sólo los expertos, después de varios días de rastreo de sushuellas, consiguen a veces dar con ellos y distinguir su silueta parda idéntica a los colores de la estepa patagónica.
Finalmente, aunque es menos llamativa, también la flora de Torres del Paine presenta una riqueza inusitada para estas latitudes. Los expertos la clasifican en cuatro grandes grupos, que se distribuyen en forma irregular y hasta superpuesta: la estepa, el matorral preandino, el bosque magallánico y el desierto andino. Lo cierto es que resulta casi un milagro ver asomar entre las matas de coirón y neneo los colores deliciosos del “zapatito de la virgen”, el “ojo de gato”, las campanillas y anémonas que crecen en forma silvestre en casi todo el parque. Por las dudas, no habrá que irse sin cumplir una tradición que florece aquí tanto como de este lado de la Cordillera: probar los frutos azules del calafate, que aseguran un feliz regreso a este paraíso del sur de la tierra.