BRASIL DUNAS, PLAYAS Y LAGUNAS EN JERICOACOARA
Crónica de los atardeceres en una aldea de mar del nordeste brasileño, donde horizontes dignos del Sahara conviven con paisajes caribeños de palmeras cocoteras y aguas azules. Aires románticos y bohemios en un pueblito de calles de arena, miniposadas, buggies y lagunas donde el resto del mundo parece queda muy, muy lejos.
› Por Graciela Cutuli
Nombre raro si los hay –con traducciones tan aproximativas como disímiles que oscilan entre “lagarto tendido al sol” y “cueva de tortugas”–, Jericoacoara es, para los amigos, simplemente “Jeri”. Y amigos del lugar se hacen rápidamente todos los que llegan hasta esta aldea pequeñita del nordeste de Brasil, apenas un puntito en la gigantesca costa atlántica de un país inmenso pero capaz de crear rincones tan íntimos como éste. Por eso, para llegar hay que tomarse cierto tiempo y trabajo: los lugares hermosos sólo escapan de la masividad gracias al aislamiento. “Jeri” lo logra, aunque el secreto ya se está conociendo a voces y se cuenta que, en pleno verano, las callecitas angostas de arena que surcan este ex pueblo de pescadores apenas si pueden albergar tanta gente. “Verano”, claro, medido en términos de los habitantes del sur: en realidad, aquí hace calor todo el año, y ni siquiera lo interrumpe la temporada de lluvias que va de marzo a junio, aproximadamente, cambio climático mediante.
SOL PONIENTE, SOL NACIENTE El arribo a Jericoacoara requiere varias escalas. Buenos Aires-San Pablo; San Pablo-Fortaleza, en total casi seis horas de vuelo más las correspondientes esperas de traslados y conexiones. Fortaleza, la quinta ciudad de Brasil, futura subsede mundialista, es la capital del norteño estado de Ceará y se asoma con una línea de rascacielos sobre un mar de un verde tentador pero inaccesible en las playas céntricas por la contaminación. Para nosotros, es en realidad el punto de partida: de aquí sale el micro que recorre en unas cinco horas los aproximadamente 300 kilómetros que separan Fortaleza de “Jeri”. La gran ciudad está sobre la Costa do Sol Poente (costa del sol poniente, pronúnciese a la brasileña); la pequeña aldea sobre la Costa do Sol Nascente.
Y allá vamos, un día de septiembre sin una sola nube en el cielo, mirando el verde paisaje por las ventanillas hasta que después de un tiempo y un par de paradas en la ruta la arena que todo lo inunda empieza a hacer de los alrededores un pequeño Sahara. “Jeri” se acerca: el pueblito, que está dentro de un Parque Nacional, se encuentra ahora a sólo 25 kilómetros. Es el momento de dejar el ómnibus y subirse a un buggy, a una camioneta 4x4 o a una resistente jardineira de asientos rústicos pero apta para deslizarse sobre el movedizo y volátil terreno de pura arena. Si alguien dormía –tenemos vecinos de viaje argentinos y brasileños que empatan en somnolencia; luego descubriremos que el pueblo atrajo como residencia permanente a italianos, suizos y franceses–, el zarandeo de la jardinera lo despabilará definitivamente. Un poco más adelante, un ojo de agua invita a bajarse para disfrutar del oasis y, si hay fuerza en las piernas, trepar a alguna de las dunas. Después, lo que aparece en el horizonte es un puñado de casas separadas por calles de arena: esto es Jericoacoara, la famosa aldea de la Pedra Furada, la duna de Pôr-do-Sol y las noches abrigadas por un manto de estrellas infinitas.
MOSQUITO BLUE A esta altura, agradecemos la llegada: la jardineira nos deja en la puerta mismísima del Mosquito Blue, una posada que por un lado se asoma a pocos metros de la placita principal, y del otro da directamente sobre la playa. En el jardín, donde se abre una piscina tentadora sombreada por una cascada de buganvillas, mínimas lagartijas aguardan inmóviles mimetizándose con los troncos de los árboles, y curiosamente una iguana nos observa también con sus redondos ojos fijos. Digamos que la posada no hace honor a su nombre: felizmente, no hay mosquitos por ningún lado.
¡Qué descansada vida la que huye del mundanal ruido! Aquí sólo se oye el rumor del Atlántico, que invita a la primera cita entre “Jeri” y este cortejo de visitantes ya rendido a su encanto. Son las cinco de la tarde, hora de poniente y elegía, pero aquí sobre todo el momento de cumplir con un ritual que concentra cada día a los visitantes del pueblo: el ascenso a la duna de Pôr-do-Sol para observar la puesta del sol sobre el mar.
No hace falta preguntar el camino: todos van para el mismo lado. Van los grupos de amigos, van las parejas y también los caminantes solitarios, esos que dejan una huella singular sobre las ondulaciones de arena con ilusión de desierto que tapizan la ladera de la duna. Con unos 28 metros de altura –hay quienes le atribuyen 35, y quienes le restan algunos metros por el desgaste del turismo– el médano cae con una pendiente pronunciada sobre el mar. Apenas si queda abajo una playita de pocos centímetros de ancho donde se puede caminar, siempre y cuando no suba la marea, con el agua hasta los tobillos.
A pesar de lo que parece, el ascenso no es muy trabajoso y pronto se llega a la cima para cumplir otro ritual: ponerse lo más al borde posible para sacarse una foto cual modernos adoradores del sol. Desde abajo, se ve apenas una hilera de cabecitas que asoman sobre la arena. Desde arriba, hay que tener cuidado de que un traspié para enfocar mejor no lleve al fotógrafo rodando hasta abajo. Para eso, mejor subirse a una tabla de sandboard, como los dos muchachos morenos y con melena digna del Rey León que se ejercitan sobre la ladera, sensibles a concentrar la atención y admiración de los que por todo ejercicio miran, cómodamente sentados. No sólo parece milagroso que tengan los pies firmemente pegados a las tablas durante el descenso; más milagroso todavía parece que puedan subir de nuevo sin esfuerzo aparente. Pero más que milagro, lo que ahora nos toca presenciar se diría espejismo: de pronto, tan rápido que no tenemos ni tiempo de ver de dónde sale, un chico tan ágil como un acróbata se lanza desde lo alto hacia el mar en rápida sucesión de saltos mortales hacia atrás, una voltereta tras otra que deja con la boca abierta y las cámaras suspendidas de sorpresa.
Exhibiciones aparte, el sol es protagonista. Suspendido como un disco rojo pero no rutilante, que no lastima mirar, baja lentamente en suave contraste con un cielo que poco a poco se vuelve más gris, lo mismo que el mar. Discretamente se despide del día, y antes de hundirse en el mar elige desaparecer, como por arte de magia, detrás de una nube que baja definitivamente el telón diurno de Jericoacoara.
ANOCHECER En la duna, es como si hubiera sonado un reloj. Es la hora de levantarse de la arena y emprender el descenso, mientras sobre la playa y en las callecitas se encienden las primeras luces que le ponen resplandor a la noche. Todo está tranquilo: hay algunas risas, hay unos últimos mates que llevaron argentinos previsores, las primeras fotos con flash y tiempo para acodarse en los puestitos que ofrecen caipirinha y tragos de todos los nombres, tamaños y colores. Es hora para un paseo por los negocitos de artesanías donde las vidrieras rebosan de muñequitas bahianas y colgantes de “oro vegetal”, una planta que engañaría al ojo más experto haciéndose pasar por metal dorado.
De vidriera en vidriera, los pasos nos llevan hasta el restaurante donde trabaja Mónica, una simpática peruana de Chiclayo que anduvo trajinando por las playas en su país natal y en Ecuador –el hit juvenil del momento– antes de encontrar en Jericoacoara su lugar en el mundo. Mientras prepara las mesas de su local, Mónica disfruta hablar castellano y explica que la poca gente de las calles esta noche tiene su razón de ser: juegan los archirrivales Argentina y Brasil... sólo los que venimos algo aturdidos de tanto viaje y tanta puesta de sol no habíamos advertido la fecha del partido. Pero es cierto: en los restaurantes de la placita donde hay televisor se concentran los espectadores, mientras reina un silencio expectante ante cada movimiento de las camisetas verdeamarelas o blanquicelestes. Podemos respirar, sin embargo: todo termina en empate, para bien de la convivencia jericoacoarense.
PIEDRA Y LAGUNAS Por la mañana temprano, el desayuno –bien a la brasileña, con frutas de todas las formas y colores, además del infaltable pao de queijo– tiene vista al mar. Bien entradas las ocho, las barquitas de pescadores que salieron más temprano están de regreso y de pronto, como de la nada, tienen alrededor una multitud que examina y elige la pesca con ojos de experto. Mientras tanto las olas, que ya se prestan, pasean a algunos aficionados al surf en un vaivén de agua y viento que es precisamente el atractivo de los aficionados a las tablas: ellos justamente hicieron punta de lanza en “Jeri” hace 20 años, cuando la aldea era apenas un pueblo perdido de pescadores sin electricidad ni otros servicios. Hoy las cosas cambiaron; en el futuro cambiarán más todavía (está en proyecto la construcción de un aeropuerto justo donde hay que tomar la jardineira para viajar hasta el pueblo), pero no se pierde la esperanza de que las noches de bohemia sigan teniendo sólo las lucecitas perdidas de las casas, sin alumbrado público, igual que hasta ahora.
La postal más típica de “Jeri”, además de la puesta de sol, es la Pedra Furada, una formación rocosa sobre el mar que está a unos cuatro kilómetros del centrito del pueblo. En julio, los astros bien alineados permiten ver cómo el sol se oculta y pasa justo a través del agujero en cuestión que bautiza la piedra. Con marea baja, el paseo se puede hacer a pie en unas dos horas; con marea alta se puede pasar a través de las dunas y llegar en buggy, refrescándose de vez en cuando con la frescura del agua de coco que ofrecen algunos vendedores ambulantes.
Pero “Jeri” todavía tiene uno de sus mejores secretos para mostrar: es la excursión a las lagunas, una suerte de incursión a un raro Caribe de agua dulce. Salimos después del desayuno, alrededor de las nueve de la mañana, y vamos rumbo al pueblo de Jijoca –a unos 23 kilómetros– atravesando un paisaje que pasa del verde de los incontables árboles de cajú al amarillo de la arena pura (y, no es una ilusión óptica, por ahí andan tranquilamente varios burros salvajes como Plateros perdidos en los trópicos). Hasta que de pronto aparece el agua, dulce porque se trata simplemente de la acumulación del agua de lluvia de la temporada húmeda: en la orilla, espera una balsa a vela para cruzar a los recién llegados del otro lado. Son apenas unos minutos por una suerte de Iberá sin yacarés, hasta que ponemos un pie del otro lado y de pronto se revela por completo la inesperada belleza del lugar. La Laguna Azul es un gran espejo de aguas celestes y transparentes, con una playita suave donde reposan una decena de mesas y algunos quinchos. Cada cual elige disfrutarlo a su manera: hay quien se deja llevar por el vaivén del oleaje suave tendido en una hamaca con el agua hasta el cuello; quien prefiere una cerveza helada en la orilla; quien se arroja desde unas tablas improvisadas como trampolín y quien se sube a un kayak para alejarse un poco de la costa y, ya que está, del mundo. Otra parte de la gran laguna nos espera más adelante: ésta es la conocida como Laguna del Paraíso, donde nos espera un almuerzo de mariscos, farofa y róbalo, plato típico si los hay en estas latitudes. El día bien podría no tener fin: todo es bello y soleado, como en las primeras mañanas del mundo, y cualquier cosa que se parezca a las preocupaciones cotidianas está bien lejos tener lugar.
Pero dicen que lo bueno, si breve dos veces bueno. Y así será también esta vez, porque la estadía es corta y la despedida de “Jeri” resulta larga. Hay que volver a tomar la jardineira y desandar el camino de dunas, ojos de agua y horas de ómnibus para volver a la civilización, que se vuelve realidad en la figura de Fortaleza. Atrás quedó la aldea con su duna; la callecita donde la panadería San Francisco invita a comer pan caliente a las tres de la mañana; los barcitos para bailar forró hasta la madrugada y el sueño idílico de una vida sin pesares, ese sueño que es la realidad de Jericoacoara.
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