CORDOBA RECORRIDA POR EL NORTE EN BICICLETA
“El medio de transporte es el viaje”, podría decirse parafraseando a Marshall McLuhan. En ese sentido, un viaje por la Punilla cordobesa cambia totalmente si los viajeros eligen trasladarse en bicicleta. Cada subida, el viento, el clima y la propia resistencia suman una sensación especial a la imponencia del terreno: una crónica sobre tres días, en dos ruedas, por las sierras cordobesas.
› Por Esteban Magnani
“Si es turismo no es aventura”, sentencia provocador Andrés Ruggeri, uno de los fundadores de la agencia AyM Cicloviajes, en un alto del recorrido iniciático del proyecto que nos lleva por tierras cordobesas. Antropólogo y ciclista, es uno de los argentinos que más ha pedaleado por el mundo: conoce prácticamente cada subida de América latina y en el año 2008 dio la vuelta en mundo en una bicicleta tándem junto a su compañera. Su socio en este proyecto, el sociólogo Martín Cáneva, también tiene su historia: es uno de los fundadores de la Asociación de Ciclistas Urbanos (ACU), una de las ONG que más ha hecho por difundir el ciclismo en la ciudad de Buenos Aires.
Entre ambos decidieron compartir conocimiento y experiencia en un emprendimiento de aventura en bicicleta que permitiera a aficionados del ciclismo (algunos sin antecedentes en montaña, como este cronista) combinar dos grandes placeres: la bici y la naturaleza. La travesía elegida va desde La Falda a Tanti por caminos internos y muy poco transitados, pasando por los Gigantes. La distancia total fue de 150 kilómetros según los mapas, y algo más según los odómetros de las bicicletas.
DIA UNO El recorrido comenzó en La Falda luego de una noche en micro. Las bicicletas, previamente chequeadas por Martín para disminuir las paradas técnicas todo lo posible, ya esperaban a los viajeros para dar inicio al recorrido. Luego de un desayuno y los últimos ajustes, comenzó el pedaleo bajo un sol inesperadamente brillante y una temperatura inmejorable. El primer tramo llegaba hasta la cascada de Olaén, a unos 20 kilómetros de La Falda. La primera subida, apenas salidos de La Falda, sirvió para empezar a calentar los motores y no faltó el desprevenido que preguntara cuántos kilómetros de asfalto habría en el recorrido: de los más de 150, solo los dos del comienzo, según podría comprobarse más tarde.
Todo hacía pensar en un paseo tranquilo: sol, paisajes en calma, nada de tránsito y un ripio bastante amable con poco “serrucho” y arena. En el desvío hacia la cascada de Olaén comenzó la primera bajada importante del viaje, que sumada al viento de cola permitió a los ciclistas experimentar las bondades del descenso, aunque con la conciencia de que luego habría que volver a subirlas. Faltando un puñado de kilómetros, la pendiente se hizo aún más pronunciada, con piedras sueltas y algunos amontonamientos de arena que permitieron los primeros resbalones, aunque ninguna caída. Finalmente, se llegó a la capilla Santa Bárbara, construida a mediados del siglo XVIII cerca del casco de la estancia de La Pampa de Olaén, actualmente en ruinas. Un poco más allá se encuentra un recóndito ojo de agua, la cascada de Olaén, de un verde sorprendente. Para llegar hasta el agua hay que descender a pie unos 15 minutos. Al volver hasta las bicicletas llegaría la primera prueba de fuego: los seis kilómetros de bajada anteriores ahora serían de subida, con suelo bastante suelto y viento en contra. Los ciclistas subieron, cada uno a su ritmo, hasta el cruce donde los esperaba un merecido almuerzo acercado por la camioneta de apoyo. Para muchos había sido la subida iniciática, para ninguno la última.
El próximo destino sería Characato, un caserío apenas, al que había que llegar para hacer noche en unas cabañas. Los 34 kilómetros hasta allí fueron acompañados del paisaje árido típico de esa zona de la Punilla cordobesa, con subidas y bajadas de ripio que se acumularon en las piernas durante las interminables subidas. Para muchos era la verdadera prueba de lo que significaba estar solo con una bicicleta para enfrentar (o acompañar) la naturaleza. Fueron no menos de cuatro horas de pedaleada intensa a través de las montañas, con subidas demoledoras y bajadas soñadas hasta llegar a Characato donde, calefón a leña mediante, esperaban unas duchas reparadoras.
Con el espíritu en alto y el orgullo intacto los ciclistas comieron los sabrosos fideos caseros del anfitrión, Sebastián. Las cervezas añoradas durante la pedaleada no pudieron ser porque la dueña de la única despensa del pueblo, Doña Laura, no aceptó quedarse hasta después de las siete de la tarde pese a la promesa de buenas ventas.
DIA DOS El segundo día, luego de limpiar las bicis y hacer un calentamiento, arrancó con 12 kilómetros de puro placer, pulmones llenos, piernas frescas y hasta charlas de bici a bici. Luego llegaría la primera subida pronunciada y un cartel que señalaba qué camino tomar para llegar a las ruinas jesuíticas de La Candelaria. Los ascensos, acompañados por un calor superior a los 25, inusual para septiembre, merecieron varias paradas para tomar agua, comer fruta y unos sabrosísimos (y salvadores) maníes con frutas secas preparados por los organizadores para recuperar energía.
A 20 kilómetros de Characato, luego de las subidas más bravas hasta el momento, se llegó a La Candelaria, donde finalmente se pudieron encontrar un par de árboles de sombra merecedora de tal nombre, además de una interesante visita guiada por las ruinas de esta estancia del siglo XVII. Su función, a diferencia de lo que ocurría en las misiones evangelizadoras del norte argentino, era la de producir recursos para la orden religiosa. Allí dos jesuitas eran los encargados de dirigir un par de cientos de esclavos negros para la producción de ganado mular, que se vendía sobre todo al Alto Perú. Hasta la expulsión de la orden en 1767, durante el reinado de Carlos III, la producción permitió financiar proyectos como el Colegio Monserrat de Córdoba capital, fundado en 1687, el segundo más antiguo del país y en funcionamiento hasta hoy. El sol, el cansancio y el almuerzo obligaron a demorar un poco la salida hacia el refugio de Los Gigantes, lo que más tarde costaría caro.
Lo que siguió fue un paseo de subidas y bajadas leves de unos 10 kilómetros, con algunas casas perdidas en lo que cualquier citadino promedio llamaría “La Nada” con mayúsculas. Allí un par de ranchos entretenían un par de ovejas, vacas y, tal vez, algún caballo, más algún perro que demostraba que eso de amenazar los tobillos del ciclista no es patrimonio exclusivo de los canes de ciudad. La subida final del recorrido llevaría a la Pampa de San Luis, un camino de unos 20 kilómetros en altura donde, ahora sí, el viento se volvió protagonista absoluto, empecinado en detener a los ciclistas sin importar el esfuerzo que hicieran sobre un terreno que en muchas partes estaba bastante suelto. Subida tras subida, los kilómetros pasaron con esfuerzo, pero delante siempre se vislumbraba el tajo lejano de un camino que parecía no tener fin. En bicicleta las distancias resultan secundarias cuando el viento y el ripio se conjugan para detener los esfuerzos sobre los pedales: no solo cuenta el esfuerzo físico, sino también la capacidad demoledora del viento y la montaña sobre el espíritu más templado.
La prueba que impuso la naturaleza, imposible de prever, resultó demasiado dura para muchos que, luego de horas de esfuerzo y dar todo lo que tenían, tuvieron que subir a la camioneta de apoyo cuando la noche empezaba a cerrarse. Los cuatro que llegaron hasta el final, gracias a la luz de sus linternas y una luna en cuarto menguante, luego de una bajada endemoniada, merecieron el aplauso de todos. El premio por los 70 kilómetros recorridos fueron las pizzas caseras de múltiples sabores preparadas por otro Sebastián, responsable del refugio al pie de Los Gigantes. Las bandejas se vaciaban antes de tocar la mesa. El viaje había llegado a su punto más alto, 1930 metros, mil más que en La Falda. Luego de los brindis y los aplausos pertinentes, las bolsas de dormir protegieron el sueño de los ciclistas en un cuarto con tres niveles capaz de albergar a 17 cuerpos agotados.
DIA TRES El día siguiente arrancó sin presiones, con mates, tostadas y criollitas con dulce de leche como para retribuir al cuerpo tanto esfuerzo. Los más movedizos treparon parte de los Gigantes, como se llama al grupo de cerros que da inicio a las Sierras Grandes y que tocan los 2316 metros de altura. El nombre viene de la idea de que el perfil de los cerros, vistos desde el lugar correcto, recorta la figura de dos gigantes acostados.
Luego del frío del día anterior no se escatimaron abrigos, sobre todo teniendo en cuenta que habría que bajar, casi sin pedalear, desde 1930 metros hasta la ciudad de Tanti, a unos 900 metros sobre el nivel del mar. Los mil metros de bajada, repartidos en unos 30 kilómetros y en menos de dos horas, fueron el premio para el esfuerzo de los dos días anteriores. El trofeo fue, por supuesto, un asado al lado del dique de Tanti, con una parrilla que estuvo a la altura de la calidad culinaria del viaje.
Luego llegaría el atardecer amable, con unos mates y con una charla de repaso sobre las anécdotas y los chistes acumulados a lo largo de 150 kilómetros de una experiencia de vida nueva. El viento, el frío, el sol y, sobre todo, la decisión de dar lo mejor de sí mismos fueron protagonistas de los relatos. Los viajeros se iban con algo más de conocimiento, sobre todo acerca de los propios límites y orgullosos de lo logrado. A esa altura quedaba claro lo que había querido decir Ruggeri con aquellas palabras del principio del viaje: “Si es turismo, no es ventura”
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