GIRA POR BODEGAS Y QUEBRADAS
Viñas y cerros; fincas y peñas; iglesias y museos: partiendo desde la capital salteña hacia los Valles Calchaquíes, crónica de un viaje entre pueblos y paisajes de ensueño, vinos de altura y gastronomía regional. Un circuito ideal de entre tres y seis días para Semana Santa, con la exquisitez de la tradición y los sabores locales.
› Por Guido Piotrkowski
fotos de Guido Piotrkowski
“Cuando uno entra a Balderrama, no tiene que mirar el reloj, sino que tiene que mirar el almanaque, porque no sabe cuándo va salir”, bromea don Juan Balderrama, el dueño de esta emblemática peña de Salta. Una peña con letra propia, plasmada en una de esas melodías que sabemos todos: “Dónde iremos a parar, si se apaga Balderrama”, rezan los versos de este tema compuesto por Manuel Castillo y musicalizado por el Cuchi Leguizamón. Versos que cantaron Mercedes Sosa, Horacio Guarany, el Chaqueño Palavecino y muchos más. En sus inicios, el Boliche de Balderrama era un punto de encuentro de bohemios y trasnochadores. Hoy en día, este local que el próximo 29 de marzo cumple sesenta años, y que fue homenajeado en el último Festival de Cosquín, es la peña más tradicional y famosa de la capital salteña. “Esto no era como una peña, era más que nada una borrachería –dice don Juan–. Lo digo con mucho orgullo. Era una cantina, un bar que con el transcurso del tiempo se ha ido transformando en este icono. Empezaron a venir los poetas, como Leguizamón y Dávalos. ¿Y por qué vinieron? Porque Balderrama cerraba a las ocho, nueve de la mañana. Yo tenía una piecita al lado que les separé para ellos, y se quedaban hasta las doce del otro día, escribiendo, con la hojita de coca y el tinto al lado.”
Y así, entre tintos y empanadas, locros y tamales, y un buen número de shows musicales, se pasan las noches ahora en Balderrama, el lugar indicado para iniciar este viaje por la provincia norteña, a través de sus valles prístinos y sus cerros de colores, sus viñedos y su gente. Un viaje regado de vinos sublimes y alta gastronomía. Un viaje a los sentidos, que requiere como mínimo tres días, pero que es ideal para aprovechar el largo feriado de la próxima Semana Santa para disfrutar más largamente de sus atractivos.
VUELTA A LA CIUDAD El primer día viene bien para aclimatarse a la altura y el clima salteños, ya que la capital provincial se encuentra a 1200 metros sobre el nivel del mar. Esta antigua y pintoresca ciudad, fundada en 1582, resulta muy amena para caminar. Partiendo desde la plaza 9 de Julio, ubicada en el corazón del casco histórico, se puede visitar la bellísima Catedral Basílica de Salta, construida en 1858. Aquí descansan los restos del general Martín de Güemes, y se albergan las imágenes del Señor y la Virgen del Milagro, patronos locales. Atravesando la plaza está el antiguo Cabildo, que fuera sede del gobierno provincial hasta 1880, y donde hoy funciona el Museo Histórico del Norte. A dos cuadras de allí, en la intersección de Caseros y Córdoba, se puede visitar la Basílica y Convento de San Francisco, precioso edificio que no pasa inadvertido: la altura de sus campanario y el tono rojizo de su fachada logran que este santuario construido en 1674 se aprecie desde diversos puntos de la ciudad. La Basílica sobrevivió a dos incendios en el siglo XVIII, mientras la Torre –erigida en 1874– tiene 54 metros y es una de las más altas de Sudamérica. Volviendo a la plaza, y a las fachadas coloniales y arcadas que la rodean, hay que visitar el MAAM (Museo de Arqueología de Alta Montaña), un sitio imperdible. Aquí se exhiben las momias de los Niños de Llullaillaco, halladas por una expedición comandada por el doctor Johan Reinhard, un explorador y científico estadounidense de la Natiomal Geographic Society. Las momias, enterradas durante la época dorada del imperio inca, fueron descubiertas en 1999 en la cima del volcán homónimo, a 6700 metros de altura, en muy buen estado debido a las bajísimas y extremas temperaturas que se registran en la cima del Llullaillaco. Por razones de conservación, la Niña del Rayo, El Niño, y La Doncella, como fueron bautizadas, se exponen rotativamente. El museo es muy didáctico y tiene visitas guiadas, autoguiadas (pequeños libros que se adquieren en boletería) y audioguías (reproductores de MP4 que se ofrecen gratuitamente en la entrada).
Hacia la hora del almuerzo vamos a la Finca Valentina, el emprendimiento de Fabrizio y Valentina Ghilardi, dos italianos enamorados del norte que llevan más de una década viviendo aquí. La finca es una antigua casona colonial, su propio hogar, que fueron ampliando y restaurando de a poco, y que hoy cuenta con cinco habitaciones diferentes para recibir huéspedes muy cerquita de la ciudad y en medio del silencio absoluto de este paraje rodeado de cerros.
De vuelta en la capital, y como broche de oro a una jornada citadina matizada con aires campestres, subimos en teleférico al Cerro San Bernardo, para así disfrutar de un buen atardecer, entre el cielo y la tierra.
CUNA DEL TORRONTÉS Tempranito en la mañana partimos rumbo a Cafayate, apacible ciudad con alma de pueblo enclavada en el corazón de los valles Calchaquíes, famosa mundialmente por sus vinos de altura, en especial por el torrontés, un blanco dulzón que alcanza su mejor forma en este paraíso calchaquí.
Tomamos rumbo sur por la RP68 y atravesamos el Valle de Lerma, tapizado de plantaciones de tabaco, una de las principales industrias de la provincia. El trayecto desde la ciudad es de unos doscientos kilómetros. Como es un camino de montaña, que sube de a poco y serpenteando a la vera del río Las Conchas, Sergio, el chofer, le calcula unas cuatro horas. Pero se hace largo también porque esta ruta es una de las más bellas, sin exagerar, de toda la geografía argentina. Sobre todo a partir de la entrada en la Quebrada de las Conchas, que sorprende con sus colores y geoformas talladas por obra y gracia de la erosión. Accidentes geográficos de formas inverosímiles que invitan y obligan a parar una y otra vez. A veces nos detenemos y saltamos de la camioneta sólo para la foto, mientras otras nos tomamos nuestro tiempo para adentrarnos en lugares como la Garganta del Diablo y el Anfiteatro, monumentos naturales de piedra esculpidos en los cerros rojizos. “En ochenta kilómetros están todas las eras geológicas”, asegura Sergio, nuestro guía y chofer en esta incursión calchaquí. “Se dice que antes era como el Amazonas”, completa el hombre, quien asegura haber visto duendes en esta misma ruta, y ovnis en Cachi, allá en el techo de los Valles Calchaquíes. A lo largo del camino, pasamos por El Fraile y El Sapo, Las Ventanas y Los Castillos, la Yesera y el Obelisco, formaciones que salpican esta senda de las maravillas.
En el Anfiteatro hay un músico muy divertido que toca la guitarra a la gorra. Y también está Gabriel, un artesano animado y charleta. Sin intención de vendernos nada, convida unos amargos mientras relata la historia de su vida: que tiene once hijos –unos por aquí, y otros por allá–, que recorrió todo el país hasta que llegó a Cafayate, y aquí se quedó, extasiado por las belleza del lugar.
Tomamos un pequeño tramo de la mítica Ruta 40, cuyo trazado atraviesa la ciudad y continúa su rumbo a Tucumán, y entramos en Cafayate. Pasamos por la plaza y el Museo de la Vid, que fue inaugurado hace dos años y bien vale la pena visitar.
Poco después nos recibe Mercedes Villegas de Mounier, propietaria de Finca Las Nubes, junto a José Luis Mounier, su marido y enólogo del lugar. La pareja llegó desde Mendoza hace veinticinco años. José Luis trabajó largo tiempo en Etchart hasta que, hace doce años, ambos fundaron su propia bodega. “Nuestros hijos crecieron aquí, en este lugar cumplimos nuestro sueño”, afirma Mercedes e invita a pasar a la mesa, ubicada en una fresca galería frente a las dos hectáreas de viñedos.
“El vino es un ser vivo. Tiene su ciclo: cambia, evoluciona y muere –explica ahora Mercedes–. Al vino le gusta tener un buen escenario para mostrarse: y acá, en Cafayate, disfruta de todo ese marco, que tiene que ver con el paisaje pero también con su gente. Eso es lo que ofrecemos: un vino que encuentra un lugar óptimo y así se muestra. Vamos a ver si así lo hace en la mesa, con unas empanadas y unos quesos que ahora vamos a probar.” Y el vino se muestra, entonces, un torrontés primero y un merlot después. Y un queso regional con un trozo de manzana asada, y pan casero, y carne y vegetales a la parrilla. Así se monta un escenario del que no dan ganas de irse.
MAS CERCA DEL CIELO Tercer día y otra vez a madrugar y a transitar el Valle de Lerma, tomar la ruta 68 y adentrarse ahora en las yungas, ese pedacito de selva de altura que cubre parte de la geografía norteña. Luego tomamos la RP33 y atravesamos la Quebrada de Escoipes, llamada así en honor a una de las etnias diaguitas que habitaban el lugar. Poco después pasamos por el cerro Torreón, donde anidan cóndores. El camino serpentea y trepa ahora por la Cuesta del Obispo, otra de las rutas más hermosas de la Argentina, entre algunos cardones que se muestran como un adelanto de lo que en breve veremos. Nos detenemos en el punto panorámico donde se ve la cuesta en todo su esplendor. Está fresco. El viento sopla con fuerza y trae consigo una bandada de cóndores que se acercan a toda velocidad, planean un rato y vuelven a perderse detrás de las montañas.
Un rato más tarde llegamos al punto más alto del camino, La Piedra del Molino, a 3450 metros de altura, donde hay una pequeña capilla y una linda panorámica de la Quebrada de Escoipes. Continuamos hasta la recta del Tin Tin, “la más larga del mundo” según Sergio, y nos detenemos en el Parque Nacional Los Cardones, un vergel donde crecen estos cactus grandotes y corpulentos, con brazos que se estiran como queriendo tocar el cielo y florcitas blancas que lo adornan en primavera. Una pequeña muestra gratis de las de 64.117 hectáreas que ocupa el parque en su totalidad, creado en 1996 para proteger esta especie que, vista desde aquí, parece multiplicarse infinitamente hasta tocar el pie de los cerros que luego comienza a trepar.
Después de pasear entre los cardones, continuamos rumbo a Payogasta, y hacemos una nueva parada para fotografiar el Nevado de Cachi. Sergio se entusiasma y habla entonces de la “energía” que hay en Cachi. Se embala con sus historias fantásticas, que hablan de un cielo poblado de ovnis y gente que viene sólo para avistarlos y asistir a conferencias de ufólogos. En Payogasta, un caserío mínimo atravesado por la Ruta 40, nos reciben Alejandro Alonso y Julio Ruiz de los Llanos, propietarios de Viñas de Payogasta, una bodega boutique de altura, que produce un trivarietal exquisito. El que quiera probarlo tendrá que llegar hasta aquí, porque la producción anual de estos vinos orgánicos sólo alcanza para abastecer el restaurante y las ventas del lugar.
El antiguo casco de estancia, o solar, como se le dicen por estos pagos, fue construido por el abuelo de Julio a principios de siglo. Tardaron cinco años en restaurarlo, para transformarlo en este acogedor alojamiento de once habitaciones con un spa que inauguraron hace dos. La familia de Julio, los Ruiz de los Llanos, habita este paraje desde el siglo XVIII, por eso la calle principal, la iglesia y todo lo demás lleva el apellido de esta tradicional familia payogasteña.
“Aquí se produce todo lo que vamos a comer. El pan, el vino, la quinoa, el queso de cabra”, destaca Alejandro cuando nos sentamos a almorzar. Primero sirven una cabraleta (provoleta a base de queso de cabra), berenjenas grilladas con queso de cabra y quinoa rebozada con queso, una entrada original y exquisita, acompañada de un sauvignon blanc. Alejandro llegó aquí, a su lugar en el mundo como él mismo reconoce, hace casi cuarenta años. Y hace unos cinco se volcó de lleno al turismo. Hoy, además de recibir gente para el almuerzo y hospedarlos, organiza cabalgatas, paseos en bicicleta y avistaje de aves.
El plato principal es un tiernísimo cordero al asador que combina muy bien con el trivarietal, malbec-merlo-tannat. Luego del almuerzo visitamos la bodega. “Hacemos vino de garaje, dicen que son los mejores vinos –ironiza Alejandro–. Queremos que cuando tomes este vino sientas como si estuvieras mordiendo la uva.”
Y así, luego de visitar la bodega, nos despedimos, Cachi nos espera. Llegamos a este precioso lugar, como detenido en el tiempo, a la hora de la siesta. No hay un alma en las calles. Damos una vuelta por el pueblo, pintoresco si los hay: la iglesia, las arcadas coloniales, los faroles, las veredas elevadas, las calles de piedra, los barcitos, la plaza.
Sergio nos apura, le avisan que se viene una tormenta, que las nubes en breve cubrirán el camino, y que hay que bajar la cuesta rápidamente. Pero no quiero irme. Quiero ver Cachi cuando despierte; no quiero tener que mirar el reloj sino el almanaque.
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