Domingo, 18 de mayo de 2014 | Hoy
NEUQUéN. ARTE GASTRONóMICO EN VILLA PEHUENIA
Un festival culinario fue la excusa para conocer Villa Pehuenia, una de las joyas más relucientes de la austera pero cautivante Patagonia. Su paisaje, pintado con el verde de las araucarias y coihues, el azul de los lagos y el blanco de la nieve, es también el marco de sabores, aromas y experiencias tan encantadoras como imborrables.
Por Frank Blumetti
La vista del lago Aluminé por la mañana, tan azul y tan calmo, rodeado de verdosos árboles y de montañas lejanas con picos blancos, es un bálsamo para el alma, curtida en la víspera por los rigores de la primera nevada de la temporada que emblanqueció –y congeló– la larga ruta que va de Neuquén a Villa Pehuenia. Y la vista es aún más placentera si se la contempla desde la comodidad de un albergue, lejos del frío y desayunando un vigorizante té con pan casero, dulce de rosa mosqueta y suculentos hindbaersnitter (barras de mermelada de frambuesa y azúcar) y kanelsnegle (arrollados de canela), tan típicos de la pastelería danesa... ¿danesa, dijimos? La explicación no tarda en llegar: estamos en la Hostería Cauquén, propiedad de Mikael Skyum –danés, claro, y autor de esas pequeñas grandes obras de arte culinario– y la nativa Andrea Lafuente, pareja que se conoció en otras latitudes y que a la hora de decidir dónde llevar adelante su proyecto de vida y sus sueños de abrir una hostería (Mikael también sueña con un futuro restaurante), en vez de Suecia o Dinamarca eligieron Villa Pehuenia. Ellos son sólo un ejemplo de tantos: la Villa, como pudimos comprobar luego, está llena de porteños y demás forasteros de otras latitudes que se vinieron para este lugar en busca de paz, un nuevo panorama y un nuevo comienzo. Y por algo debe ser: algo debe tener este joven pueblo (fundado en 1989 y popularizado por los amantes de la pesca con mosca) que va más allá de su sinuosa geografía, del encanto de sus paisajes, de sus callecitas de tierra y de la bucólica calma que se respira en cualquier rincón. Investigar ese algo sin dudas valió la pena.
AL SUR DEL CIELO El principal motivo que nos trajo a esta aldea neuquina fue la décima edición del Festival del Chef Patagónico, que se llevó a cabo durante los primeros días de mayo en la biblioteca popular Maestro Galeano. Dicho festival surgió con la idea de revalorizar la gastronomía local y regional a través de toda su amplia gama de sabores, reflejada en la elaboración y degustación de diversos platos y productos: diez años después, este evento ya es un importante espacio de intercambio no sólo profesional sino social y cultural, que abarcó incluso a cocineros, productores y restaurantes chilenos, presentes tanto en los stands como en las distintas actividades.
Apadrinado por Dolli Irigoyen –que no pudo estar presente pero sí lo hizo por vía telefónica en la jornada inaugural– y el chef galo Christophe Krywonis, que sí concurrió al evento, el festival ofreció en sus distintos espacios (la biblioteca, una enorme carpa blanca y un patio de comidas rústicas al aire libre) no sólo stands con productos de la región (carnes y vegetales ahumados o escabechados, dulces, cervezas, miel, utensilios, artesanías), para degustar allí mismo o bien para llevar, sino diversas charlas, espectáculos musicales y clases de cocina que fueron ávidamente atendidos por una numerosa concurrencia. Se destacó la clase de cocina del carismático Krywonis (lejos del personaje duro de Master Chef, fue la estrella del festival, amable y requerido por público de todas las edades) y la cocinera Juliana López May, creando entre ambos una química notable para cocinar una pierna de cordero y unas truchas que lucían exquisitas. En el patio de comidas rústicas brilló una vaquillona entera con cuero, asada a las brasas durante 24 horas, y en ese mismo espacio el día de cierre hubo un enorme estofado en disco gigante, con cordero, piñones, panceta de jabalí, chorizos de ciervo y otras delicias locales, elaborado entre todos los chefs del festival, un evento que dejó buena impresión y tiene todo para crecer, evolucionar y trascender las fronteras de lo regional para lograr un alcance nacional en el futuro.
PIÑóN FIJO Como se sabe, la gastronomía patagónica está caracterizada por una fusión de influencias y técnicas europeas que se adaptan a productos y tradiciones de la región: carnes de trucha, ciervo, cordero y jabalí son moneda corriente, al igual que frutos como el de la rosa mosqueta e incluso hongos de pino. Pero hay una estrella indiscutida: el piñón, fruto de la araucaria. O pehuén, tal su nombre aborigen. Estas semillas, que fueron y continúan siendo parte de la dieta de los mapuches, tienen un gran valor nutricional y se preparan de distintas maneras: hervidas, tostadas, molidas; en todo tipo de guisos, bebidas como el cahui (una suerte de chicha), tortillas y hasta alfajores hechos con la harina de este ubicuo fruto, de suave sabor que recuerda levemente al de la castaña. Y estos piñones son los que nos llevamos en las valijas: un obvio recuerdo, seguro, pero también un símbolo de todo lo bello y bueno que tiene este lugar para descubrir y una buena excusa para recordar que hay que volver a la Villa, dejarse envolver por su magia y continuar descubriendo ese algo, ese “no sé qué” inexplicable que conquista con encantos naturales y misterio eterno.
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