Domingo, 6 de diciembre de 2015 | Hoy
ROSARIO > ISLAS Y PLAYAS DEL PARANá
Una mirada del perfil urbano desde el agua y la costa del Paraná, en una ciudad que redefinió con éxito su vínculo con el río. Paseos en lancha y kayak frente a las playas, mientras en el delta florecen los irupés subrayando los vivos colores del mundo isleño.
Por Julián Varsavsky
Durante décadas Rosario estuvo dándole la espalda al río, un proceso que tocó fondo con la crisis de 2001. En las zonas centro y norte de la ribera había paredones descascarados, galpones derruidos del antiguo puerto y silos abandonados. Pero a partir de entonces se inició un proceso de recuperación urbana que le devolvió a la ciudad su carácter litoraleño: los rosarinos viven otra vez de cara al río y lo disfrutan a pleno, junto a viajeros en son de fin de semana.
La ciudad tiene un circuito ribereño de 7,5 kilómetros ininterrumpidos para recorrer a pie, en bicicleta, navegando o en auto. Allí hay ramblas como balcones al Paraná, restaurantes, bares, museos, centros culturales, parques educativos para niños, sendas deportivas y playas. Y al cruzar el río se abre un abanico de islas, creando un delta reposado donde salir a navegar, bañarse en playas solitarias sobre bancos de arena o dormir en una cabaña.
A NAVEGAR Salimos de excursión en un gomón semirrígido desde el Complejo Fluvial en pleno centro. El capitán Marcelo Seisas aprieta el acelerador al máximo y en diez minutos ya estamos en la margen opuesta del Paraná, observando a nuestras espaldas el perfil moderno de la ciudad con su línea de edificios como una muralla de concreto.
Ya en Entre Ríos nos internamos por el arroyo Las Lechiguanas, atravesando un mundo de islas con vida propia: sus 400 habitantes viven desperdigados, algunos ya en la tercera generación de isleños. Cada tanto aparecen “ranchadas” elevadas sobre pilotes, construidas con madera o ladrillo –incluso de adobe- y techo de chapa. Gran parte de la población estable son pescadores artesanales con su canoa estacionada en un precario muelle. A nuestro paso salen perros desaforados ladrando con las patas dentro del agua.
En la isla Charigüé pasamos junto al hostel del mismo nombre, que tiene un barcito flotante aislado de toda civilización. Cada tanto remonta vuelo una pareja de garzas y pasa un pescador en canoa. En el microcosmos isleño hay un dispensario y una comisaría desde donde los policías salen en lancha.
En estas islas aún reina la ley del trueque: harina a cambio de huevos, unos kilos de pan por unos gramos de carne. También se practica la ganadería a pequeña escala, una hacienda que es trasladada en barcos-jaula.
Al pasar por la escuela vemos llegar a tres hermanitos y su papá en una canoa de madera con un viejo motor. Por momentos el capitán apaga el motor para dejarnos llevar y sentir el fluir del agua. Frente a El Paraíso de Taco nos pregunta si queremos comprar allí pan casero o pan dulce. Junto al Club Náutico El Petrel –fundado en 1934– Seisas nos cuenta que allí se hacen animadas fiestas criollas a puro chamamé.
En las riberas se levantan bosques de alisos, sauces y ceibos donde habitan miles de pájaros que se hacen sentir y ver. Un martín pescador se arroja al agua desde una rama y remonta vuelo con un pececito en el pico. Al cruzar el brazo Paraná Viejo nos internamos en la laguna interior de una isla para asistir al espectáculo natural de los irupés. Atravesamos un camalotal con patos, chorlitos, garzas blancas y negras, benteveos, gallaretas y calandrias. Hasta que de golpe las divisamos en la cercanía como bandejas redondas flotando en la superficie del agua: son las Victorias cruzianas, más conocidas como irupés, su nombre guaraní.
Estas plantas, con el tallo de varios metros sujeto al fondo, pertenecen al género de los nenúfares y su diámetro mide hasta más de un metro: la resistente “bandeja” puede sostener una pava llena de agua y un mate. La flor del irupé se abre de día y se cierra de noche para sumergirse en las aguas. Su suave fragancia remite a la del ananá.
Los poéticos guaraníes le crearon una historia al irupé. Morotí, hija de un cacique, paseaba a orillas del Paraná con su amado Pitá, un valiente guerrero. Ella arrojó su brazalete al fondo del agua y le pidió a Pitá que se lanzara a recuperarlo: y aunque él lo hizo, nunca emergió nuevamente. Desesperada, Morotí le pidió ayuda al chamán, quien le dijo que debía rescatar a su amado ella misma en el fondo del río, donde una hermosa bruja lo retenía. La joven obedeció, pero pasaron las horas y ninguno de los dos regresó. Apareció en cambio la flor del irupé, en la que se fundían las almas de la princesa y el guerrero. Esa gran flor emerge blanca el primer día -a fines de febrero o principios de marzo- y luego se torna rosada: al cabo de una semana se vuelve fucsia y muere. Las redondas hojas, en cambio, se abren a fines de noviembre y duran hasta mediados de abril.
ENTRE CANALES En el delta parecen cada tanto unos tachos flotando en el agua, dejados por los pescadores con un anzuelo durante la noche: por la mañana vienen a retirar los peces. Entre los contrastes de este paseo están las grandes lanchas de quienes tienen aquí casas de fin de semana, muy distintas de las canoas de quienes pescan para comer en el día a día especies como el sábalo, la boga, el patí y el dorado.
En ciertos islotes se posan grupos de negros biguás con las alas extendidas secándose al sol. Y también hay gaviotas sobre la arena a la espera de un cardumen.
Abandonamos el delta para regresar al curso principal del Paraná hasta llegar justo debajo del Puente Rosario-Victoria, esa descomunal obra ingenieril que vemos desde un ángulo muy inusual, con el cuello estirado hacia arriba, generando la sensación de que nos va a aplastar con sus miles de kilos de acero y concreto.
Junto a un grueso pilar del puente el gomón da la vuelta en U y emprende el regreso desde el extremo norte de la ribera rosarina, hacia el centro. Pasamos frente a la playa Isla Verde y el Paseo del Caminante, una de las intervenciones urbanísticas mejor logradas: es un pasaje peatonal de 600 metros que ingresa en el río sostenido sobre pilotes, con una vista increíble del puente y agradables bares y restaurantes al pie de la barranca.
Luego observamos desde una perspectiva acuática la animada vida social del balneario La Florida, una suerte de playa Bristol del Paraná, creado en la década del 40. En esta superpoblada playa se paga una entrada de $ 25 para disfrutar de buenas instalaciones con bares, vestuario, sombrillas, reposeras, fútbol y voley playeros.
Pasando La Florida aparecen la cancha de Rosario Central y una playita pública llamada Caribe Canalla, con un gran mural de glorias rosarinas: El Che, Olmedo, Fontanarrosa y Mario Kempes.
A continuación están los muelles de los clubes de pesca donde los fines de semana miles de personas tiran la caña y preparan asados en parrillas.
A la distancia divisamos lo que parece una caja de lápices de colores gigantes enclavada en la barranca: es el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario (MACRO), según los expertos la colección de arte moderno más completa del país. El edificio es el reciclado de los Silos Davis, que almacenaban trigo, para exhibir por ejemplo los cinco grabados de Antonio Berni de la serie Juanito Laguna, premiados en la Bienal de Venecia en 1962. El MACRO tiene diez pisos con una hermosa vista al río.
Más adelante está el Parque España, una intervención arquitectónica de cara al río proyectada por el urbanista catalán Oriol Bohigas con escalinatas de ladrillos y columnas simulando los restos de un templo griego. Al lado hay una sucesión de galpones reciclados del ferrocarril con espacios para exposiciones de arte y una escuela de malabarismo y trapecismo. El paseo por la ribera –de una hora y media- termina en su punto de partida, frente al Monumento a la Bandera. Y es una muestra completa de la revinculación que tuvo la ciudad con su río.
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