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Domingo, 6 de diciembre de 2015

CHILE > LA MISTERIOSA ISLA DE PASCUA

Iorana, Rapa Nui

Un recorrido por los ahus de la isla, los grandes altares donde se erigieron colosales estatuas monolíticas en medio del Pacífico. Cada uno de estos sitios brinda una pista distinta para entender mejor la cultura y los objetivos de este culto desmedido a los ancestros.

 Por Graciela Cutuli

Son las ocho de la mañana y el sol empieza a asomar detrás del volcán Terevaka. Una tenue neblina que viene del mar forma una suerte de cortina algodonada de luz por encima de las casas de Hanga Roa. El diminuto puerto ya está activo. Algunas lanchas fueron botadas al agua y en el muelle varias personas se están probando trajes de neoprene. Iorana: buenos días. Otra jornada está a punto de empezar en Rapa Nui, la Gran Rapa, la tierra habitada más aislada del mundo. En las calles del pueblo, algunos vehículos transitan lentamente y los negocios del principal cruce de calles -donde está el mercadito- van a abrir sus puertas. En sus hoteles, los turistas esperan las combis que los llevarán hacia sus excursiones. La mayoría saldrá para conocer algunos de los ahus, las plataformas sagradas donde los ancestros de los isleños levantaron los moais que los protegieron durante siglos. La intrigante isla y su novelesca historia suscitan más preguntas que las respuestas que pueden aportar los guías durante las visitas.

El puerto más céntrico que tiene Hanga Roa, desde donde salen excursiones de buceo.

EL VIAJE DEL REY Hangarahi pasa a buscar a su grupo. Hoy le tocará una visita a Orongo, a Tongariki, a Akivi, Vinapu o un paseo por el centro. Cruzar la isla es como cruzar el mundo: pasar de un horizonte sobre la inmensidad del océano hacia otro. Se trata de una exigua tierra en forma de triángulo que apenas alcanza los 20 kilómetros en su lado más largo. Se circula lentamente: porque las rutas no están en buenas condiciones, y porque el tiempo no pasa al mismo ritmo.

Incluso quienes alquilan autos y recorren la isla por su cuenta viajan despacio, para admirar la hermosura de los paisajes y evitar los caballos y las vacas que circulan libremente. Por lo general las estadías en la Isla de Pascua no duran más de tres o cuatro días. Y hasta los isleños se sorprenden si alguien se queda más: en su reducido territorio creen no tener motivos suficientes para retener a los turistas por más tiempo. Los que tienen la suerte de quedarse más –en general una semana- llegan a entrar en la intimidad pascuense, a reconocer caras, volviendo a los distintos sitios en diferentes momentos del día. La fila india de moais de Tongariki parece otra, por ejemplo, bajo el sol de la mañana y el de la tarde. Los moais forman primero sombras chinas al amanecer, para luego ser iluminados como bajo un reflector en plena cara luego del mediodía.

Para una primera excursión, lo ideal es ir hasta la cantera del Rano Raraku, que fue siglos atrás como una fábrica de estatuas. Son apenas 15 kilómetros desde el centro, pero Hanga tiene tiempo de contar cómo llegaron los primeros habitantes, procedentes de un lugar identificado como Hiva Hoa, en las Marquesas. Las tradiciones orales que pasaron de generación en generación, y que el abuelo de Hanga le contó cuando era chica, hablan de la llegada del rey Hotu Matu’a sobre la playa de Anakena, la única de arena. “Querían irse a una tierra más grande, donde tener una vida mejor, sin riesgos de sismos o erupciones volcánicas. El rey mandó siete jóvenes explorar los mares. Fueron ellos los primeros humanos en amarrar en Rapa Nui. Luego el gran viaje se preparó durante varios años, construyendo grandes embarcaciones para transportar a cientos de personas con sus herramientas, sus semillas y algunos pollos, los únicos animales que introdujeron ellos”.

No hay certeza en cuanto a la fecha de este viaje mítico. Las tradiciones no son precisas y los estudios realizados en varias ocasiones a fines del siglo pasado se contradicen. Por ello se admiten dos hipótesis: una cronología larga y otra más corta: los hombres de Hotu Matu’a llegaron hacia el año 400 o alrededor del 1200. La diferencia es abismal pero ambas teorías se juntan y concuerdan en los flancos del Rano Raraku. “Las distintas familias se dividieron la isla en territorios que se unían en un punto preciso en el centro–cuenta Hanga-. La familia real se quedó en Anakena, en el norte. Los que tuvieron el volcán Rano Raraku tuvieron un papel muy especial, porque se dedicaron a tallar los moais, en una roca que se encuentra únicamente en este lugar”. Los primeros empezaron a ser esculpidos en el siglo XIII y, si bien la técnica de tallado y de transporte no parece haber cambiado con el tiempo, los rasgos de las grandes caras se fueron afinando con el paso de los siglos. Y sus tamaños fueron cada vez mayores, como si fuera una competencia entre familias o clanes.

Ladera del volcán Rano Raraku, donde se tallaban los moais, súbitamente abandonada.

CANTERA DE MOAIS Por fin se llega al volcán y su cantera. Un pequeño estacionamiento, un par de negocios bajo un galpón y un centro interpretativo forman toda la infraestructura del lugar, el más importante quizá de toda la isla. “Este espacio forma parte de nuestro Parque Nacional, que protege todos los sitios arqueológicos”, explica Hanga, mientras muestra el camino bien delimitado que lleva por la falda del volcán hasta el lugar donde varios moais quedaron para siempre en su ganga de roca: “Todo indica que por una razón muy sorpresiva, los obreros abandonaron el sitio. Se encontraron herramientas en torno a los moais en curso de ser tallados, y los que estaban terminados y llevados a destino quedaron en su posición. Pensamos que fue un cambio político muy importante producido por el colapso de la sociedad polinesia originaria”.

De hecho todos los estudios concuerdan en hacer de la Isla de Pascua el ejemplo de explotación de recursos a ultranza que no hay que seguir. Cuando llegaron los primeros colonos, estaba cubierta de bosques y de una palmera endémica, pero los moais y el ritual de quema de los cuerpos de los difuntos llevaron a la tala total de los árboles de la isla. La superpoblación terminó de hacer colapsar la sociedad polinesia y su sistema de clanes. “Es cuando nació un nuevo modelo organizado en torno al culto del Hombre Pájaro. Pero lo veremos mañana, en Orongo, en la otra punta de la isla”, puntualiza la guía.

Mientras tanto queda la irremplazable sensación de caminar entre gigantes, algunos erguidos, otros inclinados hacia adelante o hacia atrás. Los moais están enterrados hasta los hombros o el tórax en el flanco del volcán, cubiertos por la vegetación que creció desde el siglo XVII cuando se supone que el sitio fue abandonado. En alguna vuelta del camino se llega hasta una estatua más grosera que las demás: sería una de las primeras, antes de definirse el estilo desarrollado durante siglos posteriormente. Desde aquí se ve el volcán Poike, uno de los tres principales, y la costa oriental, contra la cual se destacan las siluetas de quince moais en una perfecta línea recta, la espalda contra el mar, mirando hacia la cantera.

“Este sitio se llama Tongariki”, muestra Hanga. “Va a ser nuestro próximo destino luego de pasar por el cráter del Rano Raraku. Y el Poike, que tenemos aquí, es uno de los tres volcanes que dan su forma a la isla, con el Rano Kau y el Terevaka”. Las distancias son tan cortas que se los divisa sin necesidad de usar el zoom de la cámara al máximo. Lo que no se ve son los lagos que hay en el fondo de cada cráter. Luego de contornear la cantera, se puede ver el Rano Raraku, un espejo de agua rodeado de totoras. “Desde aquí se llevaba los moais a los clanes que los habían encargado. Era un trabajo duro y delicado al mismo tiempo. En muchos lugares hay restos de estatuas que se rompieron durante el transporte y fueron abandonadas. Hubo que volver a tallar otras, un proceso que demandaba meses, con herramientas de piedra, ya que nunca hubo metales hasta la llegada de los europeos”.

Esa llegada es otro hito importante para Rapa Nui. Los primeros fueron los miembros de la expedición del holandés Roggeveen, que arribó el día de Pascua de 1722 y por ese motivo bautizó la isla. Hanga mostró hace unos minutos una embarcación europea tallada en el abdomen de un moai de la cantera: “Cuando llegaron los europeos, la sociedad tradicional ya había terminado y los rapa nui habían desarrollado el culto del Hombre Pájaro, empezando a derribar los moais de sus altares, los ahus. Tal vez consideraron que estos protectores vinculados con el culto de los ancestros no los protegieron de la falta de madera y las hambrunas provocadas por la superpoblación. Como ya no eran sagrados, los moais servían de material de construcción o, como en este caso, de soporte de algún graffiti”.

El ahu de Akivi, con los siete moais restaurados que se cree fueron los primeros exploradores en llegar.

ALTARES RESTAURADOS Si las estatuas fueron derribadas, ¿por qué las quince alineadas en Tongariki están en su lugar? “Thor Heyerdahl fue el primero en volver a colocar un moai sobre su ahu, cuando vino en los años 50. Fue en Anakena. Luego varias misiones arqueológicas se ocuparon de reconstituir los sitios: algunos en Hanga Roa mismo, el de Tongariki, el de Akivi y Anakena. Todos los demás siguen tirados. Algunos se rompieron en varios pedazos cuando los derribaron”. Los hay alrededor de toda la isla. La mayoría ni se ve desde la ruta ya que los altares, los campos de piedras redondas y los moais se confunden con las demás rocas de la costa.

Tongariki es un sitio muy especial. Es la plataforma sagrada más grande de Polinesia (más de 200 metros de largo) y las 15 grandes estatuas que miran al cielo forman un conjunto intrigante. Fue restaurado por un equipo de la Universidad de Chile en los años 90. Algunas de las cabezas tienen marcas del cemento que se usó para pegarlas sobre los cuerpos. Además del daño sufrido históricamente, las afectó un tsunami en 1960. El recinto se ve hoy impecablemente cuidado y mantenido, como parte del Parque Nacional. En la entrada está el Moai Viajero, una estatua llevada hasta Japón para ser exhibida temporariamente en los años 80.

Los demás sitios de altares restaurados tienen una historia particular. Desde Tongariki se cruza toda la párte oriental de la isla para llegar hasta Anakena, donde residía el clan de los Mirú, que descendía directamente del rey Hotu Matu’a. Una plantación de palmeras y una playa de arena le dan un inconfundible aspecto de paraíso polinesio. Es el lugar donde la Isla de Pascua se parece a sus lejanas primas. “Muchos piensan que los habitantes no tuvieron más contacto con el resto del mundo, pero más investigamos y más encontramos evidencias de contacto con las demás islas de la Polinesia y hasta con el continente sudamericano” (varios científicos creen que hubo contactos con el Imperio Inca, y un altar en Vinapu muestra sugestivas semejanzas con las construcciones del Cuzco). “Pero fue sólo cuando no hubo más madera en la isla, y no se pudo fabricar más embarcaciones, que los isleños quedaron totalmente aislados. Fue cuando desarrollaron otra forma de sociedad y otro culto, organizado en torno a un sabio y no los ancestros”.

Completando la gira en busca de los altares restaurados se llega hasta Tahai, muy cerca del cementerio de Hanga Roa. Allí hay tres altares distintos y se encuentra el único moai que tiene ojos. Originalmente todos tenían: lo blanco hecho de coral y las pupilas de roca oscura. “El moai se transportaba con las órbitas vacías y solamente cuando estaba en su lugar se lo activaba, por decir así, colocándole los ojos. Entonces era habitado por el ancestro difunto y tenía poderes de protección” explica la guía. Además de los ojos (réplicas, ya que se rescató sólo parte de un ojo original, expuesto en el museo de Hanga Roa), este moai tiene su tocado de piedra rojiza. Este pesados monolitos también tienen explicación: simbolizaban el pelo que los hombres tenían enrollado sobre la cabeza y envuelto en una especie de arcilla roja. La cantera de aquellas piedras se encuentra en Puna Pau, otro yacimiento arqueológico abandonado súbitamente.

Pero aún queda mucho por recorrer. El ahu de Akivi tiene siete estatuas restauradas: los isleños los consideran como los sietes exploradores enviados por Hotu Matu’a. Muy cerca hay una zona de cuevas, formadas durante la erupción del Terevaka: cámaras de gas quedaron atrapadas en la lava en fusión, formando burbujas bajo el suelo hasta que algunas de sus paredes se derrumbaron y formaron cuevas habitadas por los rapa nui. El volcán Rano Kau y el sitio de Orongo también son sitios esenciales, porque allí se llevaban a cabo las complejas ceremonias del Hombre Pájaro. El sitio de Vaitea, en el centro mismo de la isla, simboliza por su parte otro momento en la historia, quizá el más trágico de todos, cuando los isleños -luego de haber sido desterrados y utilizados como esclavos en Perú- pudieron volver a su isla pero fueron confinados a una pequeña porción de tierra (el actual pueblo), mientras el resto era un gran latifundio de cría de ovejas.

Hanga finaliza el día de visita recordando estos hechos mientras pasa por las ruinas de la estancia: “Tuvimos una historia trágica, desde antes de la llegada de los europeos. Mi pueblo casi se extinguió a principios del siglo XX. Ahora quedan muy pocos rapa nui de pura cepa. Pero estamos en un plan de recuperación de nuestro idioma, de nuestra cultura y de nuestro lugar entre los pueblos polinesios. Hay muchos contactos con Tahití, por ejemplo. Como ellos, pienso que el turismo es nuestra mejor herramienta para desarrollarnos y encarar el futuro gracias a lo que nos dejaron nuestros ancestros: una de las tierras más fascinantes del mundo”.

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Parte de los moais de Anakena, la única playa de arena, recuperaron sus tocados de roca rojiza.
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