turismo

Domingo, 31 de enero de 2016

TIERRA DEL FUEGO > FAUNA Y EQUILIBRIO ECOLóGICO

El día del castor

Hace 70 años comenzaba en el extremo sur argentino una historia cuyas consecuencias siguen hasta hoy: la introducción de un roedor exótico, el castor canadiense, que colonizó el territorio fueguino y causó un desequilibrio de grandes proporciones. Aunque generalmente sólo se ve su obra, la especie también se puede ver en acción.

 Por Graciela Cutuli

En Tierra del Fuego, el anochecer llega tarde en esta época del año. La posición geográfica de la gran isla la convierte en el paraíso de quienes prefieren disfrutar de largas horas de luz en verano: el sol se oculta en el horizonte después de las diez de la noche, potenciando los colores de una naturaleza que se multiplica en bosques, lagos y turberas. Por lo tanto, la temporada también es ideal para prolongar un día de excursión con una experiencia diferente: una salida, a la hora en que se acerca el ocaso, por las tierras donde una especie importada se convirtió en ama y señora de su tierra de adopción. La especie es el castor, que en siete décadas se convirtió en una presencia prácticamente ineludible en los confines del fin del mundo: fuera de todo control, son muchas las voces que se levantan para advertir que está causando estragos en el frágil ecosistema fueguino. Pero al mismo tiempo, totalmente ajeno a las polémicas que despierta, el roedor se convirtió en un recurso turístico: sin ir más lejos, Cerro Castor es el nombre del centro de esquí de Ushuaia. Sus grandes dientes y la larga cola achatada se multiplican en souvenirs. Y en la temporada veraniega, siempre que el clima lo permita, las salidas de avistaje se hacen frecuentes. Son una buena ocasión para ver de primera mano quién es este formidable animalito que se dio el lujo de transformar a diestra y siniestra los paisajes de la isla.

Al atardecer nos acercamos a los castores, invitados e invasores en Tierra del Fuego.

PARTIDA VESPERTINA Desde los ventanales del hotel Arakur, que se eleva sobre Ushuaia con una vista espectacular sobre la ciudad y el borde del Canal de Beagle, el día se ve aún en su esplendor. Después de una merienda patagónica con vista al fin del mundo –una de las especialidades del establecimiento es la gastronomía de alto nivel que subraya el brillo de sus cinco estrellas– estamos listos para unirnos al grupo que sale esta tarde para una larga caminata. Las opciones de excursiones que se pueden elegir en el mismo hotel son muchas, comenzando por las clásicas que van al Canal de Beagle o al Tren del Fin del Mundo, pero esta vez buscamos algo distinto: llegar al corazón de las turberas, movidos por la curiosidad de ver castores. Porque su obra la hemos visto, y en abundancia.

Durante las visitas por el Parque Nacional Tierra del Fuego, y en muchos otros lugares de la isla, su huella es patente y también preocupante: disipada hace décadas la expectativa inicial que motivó en 1946 la introducción de la especie, con miras a un negocio de peletería que nunca se concretó, la realidad es que los castores –según un informe elaborado tiempo atrás por la secretaría de Ambiente fueguina– se extendieron sobre varios millones de hectáreas y ocuparon miles de kilómetros de cursos de agua. «El castor continúa imponiendo costos económicos a la infraestructura en Tierra del Fuego, como por ejemplo costos de reparación de caminos y alcantarillado afectados por las obras ingenieriles de los castores», afirmaba el documento, precisando que «el castor también ha invadido el territorio continental de Sudamérica, y a menos que se remueva esta población, expandirá su rango en el continente y aumentará enormemente los costos económicos y en biodiversidad para Chile y Argentina». Un panorama muy alejado del optimismo con que el noticiero cinematográfico Sucesos Argentinos relataba y mostraba en imágenes la llegada de las primeras parejas de castores, trasladadas en jaulas a bordo de un avión y soltadas exitosamente demasiado– en la naturaleza. El viaje de los 50 animales pioneros estuvo a cargo de personal de la Marina, que los liberó en la cuenca del río Claro… con consecuencias imprevisibles. Hoy esa filmación sorprendente de 1947 que relata el viaje de los castores desde Moose Lake (Manitoba, Canadá) hasta Tierra del Fuego se puede ver en uno de los museos de Ushuaia.

Los turbales, grandes formaciones propias del territorio insular austral que funcionan como reguladores del ambiente.

RUMBO A LA TURBERA Las zonas del Valle de Tierra Mayor y Valle Hermoso están entre las más accesibles para las caminatas a través de los turbales hasta los diques de los castores. Calzados con botas hasta la rodilla, y abrigados porque cuando cae el sol el frío se hace sentir aunque sea pleno verano –no en vano estamos al borde del fin del mundo– dejamos las mochilas en los refugios donde a la vuelta nos esperará una cena caliente y salimos a caminar. El terreno no es dificultoso salvo en algunos sectores donde está un poco más húmedo e inundado: pero para eso están las botas. Lo que pisamos es el suelo típico de Tierra del Fuego: turba, la etapa inicial del lento proceso a través del cual la vegetación deviene carbón mineral. Todo comienza con un humedal, con marismas, con pantanos, cuya vegetación sufre un proceso de descomposición que resulta en acumulaciones de materia orgánica con alta concentración de carbono. Esta materia representa varias toneladas y una superficie de varios miles de kilómetros cuadrados: para Ushuaia, dicen los especialistas, los turbales son –además del hábitat de varias especies– un regulador del agua de deshielo que llega de las montañas y un amortiguador para la creciente de los ríos.

Sobre este terreno mullido y húmedo avanzamos lentamente, entre colores que van del amarillo al rojizo, a la hora en que baja la luz y los castores empiezan a salir de sus madrigueras. Poco a poco nos acercamos a la castorera o «dique», el particular sistema que el castor construye royendo troncos de árboles para detener la corriente de agua y construir un estanque tranquilo donde refugiarse. «El detalle que no se tuvo en cuenta –explica nuestro guía a media voz para no alterar la presencia de los animales, que adivinamos cercanos– es que en Tierra del Fuego no tienen los predadores que tenían en su tierra natal, ni especies de árboles que se recuperen con facilidad del talado: las frágiles lengas son las primeras víctimas de su actividad». A mediados del año pasado, biólogos del Conicet alertaron que «en Tierra del Fuego hay 150.000 castores y 134.000 habitantes» y es esperable que la «invasión» llegue también hasta Bariloche.

Erio Curto, integrante de la Dirección de Áreas Protegidas fueguina, dijo a Página/12 que «por características propias de los bosques fueguinos, la recuperación de los ambientes impactados es sumamente lenta, ya que la alteración que producen los castores es seguida por otros factores que interrumpen o retrasan la regeneración. El fuego o la herbivoría hacen que en los claros generados por la acción de los castores el bosque sea reemplazado por gramíneas. Para tratar de acelerar este proceso se están desarrollando experiencias de restauración de ambientes mediante la reforestación con especies nativas». Y asimismo «en el año 2007 un grupo de expertos nacionales e internacionales evaluó la factibilidad de erradicación del castor americano en Tierra del Fuego en base a un acuerdo binacional firmado entre Argentina y Chile. Se concluyó que la mejor alternativa es encarar un plan de erradicación de la especie para lograr la recuperación de los ecosistemas australes afectados».

El año pasado, un documental de Pablo Chehebar y Nicolás Iacouzzi –Castores, la invasión del fin del mundo– volvió a poner el dedo en la llaga y mostró imágenes impactantes de la devastación causada por los castores. Los mismos que ahora, silenciosamente, aparecen al borde de sus diques: de pronto los vemos y a pesar de la distancia llaman la atención por su tamaño mientras se deslizan en línea recta sobre el agua. Hay ejemplares que alcanzan los 25 kilos y si se piensa en la cantidad que prolifera en las tierras fueguinas, no sólo no sorprende la destrucción ya causada, sino que se cobra conciencia de la realidad de una situación apremiante para el ambiente.

Tuvimos suerte, porque no siempre los castores acuden a la cita. Haberlos visto sirve, más que como atractivo natural, como punto de partida para la toma de conciencia de una situación donde el mismo animal tiene dos caras, la depredadora y la turística: si ambas pueden coexistir es una pregunta con una respuesta todavía por definir. Cada uno va formulando la suya mientras volvemos, ya con el sol bajo la línea del horizonte, al refugio donde nos esperan una cena caliente y un debate ambiental que está lejos de terminar.

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El «dique», obra de los «castores ingenieros» que alteran profundamente el ecosistema.
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