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Domingo, 31 de enero de 2016

CHILE > LA FIESTA DE LA CANDELARIA EN ATACAMA

La virgen del desierto

Cada 2 de febrero los pobladores de San Pedro de Atacama celebran a pleno sol a su “patrona”, la Virgen de la Candelaria. Bandas musicales y bailarines con disfraces llegan de otros pueblos para sumarse a la procesión, en un ambiente con mucho de carnaval y mezcla religiosa de lo católico con lo aborigen.

 Por Julián Varsavsky

Fotos de Julián Varsavsky

“Cuando llega la virgen, nada de bailes y esas cosas, ¿ok?”, ordena un cura joven vestido con sotana blanca y anteojos negros bajo un sol de 41 grados que quema los ojos. Pero antes de que llegue la patrona del pueblo, él mismo grita: “¡Vamos!”. Y comienza a saltar al ritmo de una morenada con una plasticidad de movimientos asombrosa y un espíritu energizante que contagia a los demás por las calles de San Pedro de Atacama, en el desierto más reseco de la Tierra.

Las polvorientas calles están llenas de músicos y bailarines que desfilan con abrigados disfraces. Y uno se pregunta: ¿por qué no buscarán un horario menos tortuoso? Pero la verdad es que no lo hay, porque la fiesta viene desde la noche anterior y sigue después de la caída del sol en los campamentos de estas bandas en las afueras del pueblo, llegadas desde otras ciudades.

Los ángeles se mezclan con las bailarinas frente a la iglesia que concentra la procesión.

CAMPANAS Y PROCESIóN El obispo de Calama preside una misa, a la que se convoca con campanadas que retumban en todo el pueblo. Las procesiones comienzan a media mañana y confluyen en la iglesia a las tres de la tarde, cuando se hace la misa, de la que participan niños y mujeres. Los hombres de las bandas musicales se reúnen en la plaza comunal a beber alcohol y divertirse.

De todas formas algunos instrumentistas ingresan al templo haciendo tronar el bombo y a puro trombonazo y trompetazo. La iglesia de adobe del siglo XVI tiembla hasta sus cimientos.

Después de la misa comienza la procesión y la fiesta alcanza su mayor colorido y musicalidad. Los músicos trompetean y tamborilean por las calles como en trance y no se ven signos de fatiga. También se oyen el sonido grueso de la tuba y el retumbar profundo del bombo marcando el ritmo de la marcha.

Entre los bailarines hay diablos enmascarados, un arcángel San Miguel con falderilla de encaje y alas de plumas, y gruesos osos polares que son tradición en el altiplano: representan al oso Jukumari, que rapta doncellas bailando “la osada”. Las cholas acompañan a los osos, unas alegres chicas que bailan con pollera muy corta al estilo del carnaval de Oruro en Bolivia.

Las diferentes cofradías alternan ritmos de origen boliviano como tinkus, sayas –surgida de los repiques africanos de las poblaciones negras de Bolivia–, caporales de origen aymará y morenadas de la región andina con influencia de los esclavos negros de las minas de Potosí.

El señor Antonio llegó a San Pedro desde Calama como integrante de la banda instrumental Real Impacto, compuesta por un platillo, dos cajas, tres bombos, seis trompetas, cuatro barítonos y una tuba. Y cuenta Antonio que cada una de las siete bandas llegadas para la fiesta toca un ritmo diferente: toba, diablada, gitano, morenada, waka waka (la banda de la osada), caporales y tinku. Los habitantes locales tienen sus grupos de baile pero no músicos, entonces los contratan en otros lugares: “Para nosotros esto es un trabajo que hacemos en toda clase de fiestas religiosas, nacimientos y carnavales”.

En las agrupaciones de baile de San Pedro de Atacama participan familias completas, desde niños hasta los abuelos. Los más jóvenes bailan y los mayores llevan una imagen de la Virgen de la Candelaria al frente. Como no pueden ir al baño, durante el trayecto las personas casi no beben agua y se las arreglan “con limoncito en la boca”.

La de la Candelaria es una fiesta para pagar “mandas”, es decir pedidos que se cumplieron. Es la segunda fiesta patronal en importancia aquí, después de la de San Pedro en el mes de julio.

Por las calles del pueblo las bandas van imponiendo música y un variopinto colorido al rayo del sol.

LA GRAN MEZCLA El sincretismo de las fiestas populares del altiplano chileno, boliviano y peruano atrae a antropólogos que buscan desentrañar la intrincada madeja religioso-musical que se da en fiestas como la de la Virgen de la Candelaria, que en el caso de San Pedro proviene de otra similar más grande que se hace en la ciudad de Copiapó.

El origen del culto a la Virgen de la Candelaria remite al año 1870, cuando un arriero de Copiapó descubrió en el Salar de Maricunga la imagen de una virgen de 14 centímetros tallada en piedra. Pero el fenómeno es aún más complejo, ya que según los antropólogos bajo esa imagen mariana subyace el culto a la Pachamama que se pretendió suprimir con la campaña de extirpación de idolatrías durante la colonia. A pesar de los esfuerzos del catolicismo, los aborígenes siguieron –y de alguna manera siguen– adorando a sus deidades originarias por debajo de los símbolos cristianos.

Según el antropólogo Axel Nielsen, si uno indaga un poco detrás de las vírgenes que se veneran a lo largo de los Andes, descubrirá que detrás de muchas de ellas hay una piedra. Existen incluso lugares en Bolivia donde el culto es directamente a la piedra y no a la imagen; se trata de grandes piedras vestidas con mantos a las que se les dibuja un rostro para asemejarlas a una virgen. Esta es claramente una deidad aborigen asimilada a otra católica, un proceso que comenzó en un momento lejano en que, si una comunidad no reconvertía sus creencias –o al menos su simbología– hubiera sido sometida a sanciones.

En el caso de la Fiesta de la Candelaria, su origen también remite a una piedra con forma de virgen. El culto a las piedras tenía una importancia enorme en las religiones originarias: se las conocía como huacas y eran espíritus con poderes muy concretos en la vida de las personas.

En la religiosidad andina no todo es lo que se ve a simple vista. Una misma persona que celebra a la Virgen de la Candelaria con una ritualidad católica, en otro momento del año homenajea con la misma devoción a la Pachamama o Madre Tierra. Lo americano se mezcla entonces con lo europeo, por mucho que esto pueda incomodar a puristas de una cosmovisión y la otra. Los ritmos aborígenes, por ejemplo, se interpretan con instrumentos tomados del modelo de banda militar europea introducido por los españoles.

Al margen del baile y la diversión, acaso lo más curioso de la Fiesta de la Candelaria sea lo subyacente: ese sincretismo resultado de una extraña carambola de la historia que resonó en este rincón del Altiplano, donde confluyeron el desenfreno con tinte pagano de la antigua Roma, de donde provendría el carnaval, los repiques rituales de tambor del corazón de Africa, la festividad callejera del “vulgo” medieval europeo –el carnaval en sí de hoy– y la religiosidad originaria de los pueblos americanos influida por el catolicismo romano.

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El cura del pueblo participa en la celebración popular y dirige la fiesta, incluso los bailes.
 
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