Domingo, 6 de marzo de 2016 | Hoy
SALTA > EL NUEVO CIRCUITO DEL TREN A LAS NUBES
En la temporada pasada el Tren a las Nubes cambió su circuito –más variado y menos cansador que el anterior– haciendo regresar a los pasajeros desde San Antonio de los Cobres a Salta por tierra y agregando una visita a las ruinas de la ciudad diaguita de Santa Rosa de Tastil, parte del Camino del Inca.
Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
Una camioneta del Ministerio de Turismo me pasa a buscar por el hotel con Juan Guantay al volante, quien llega con su acullico –bolo de hojas de coca– abultándole una mejilla. Pasamos frente a una casa con un cartel escrito en tiza: “Hay coca y bica”. Juan me cuenta que la coca se mezcla con bicarbonato para extraer mejor sus jugos, produciendo un efecto adormecedor en la boca. Y agrega, muerto de risa, que una vez llevó por los Valles Calchaquíes a un periodista que comenzó a mirarlo con preocupación al descubrir que mascaba coca: “En un momento el chango tomó confianza y me lo preguntó: ‘¿Pero vos podés manejar así?’. Yo no le dije ni que sí ni que no. Pero le advertí una cosa: ‘Ahora al llegar a hacer tu nota en la bodega de vino torrontés en Cafayate, cuando te den las copas para degustar, no vas a poder probar nada’. ‘¿Y por qué no voy poder?’. ‘Porque vos también estás trabajando y no podés trabajar machado’”.
Antes del alba llegamos a la terminal de la ciudad de Salta para tomar el Tren a las Nubes. En la entrada le compro a una señora de rasgos aborígenes –casi diríase que achinados– un cuarto kilo de hojas de coca para el viaje, a 180 pesos. En el hall un trío toca la vidala-baguala Doña Ubenza, aun en plena noche, para alejar la modorra: “Me persigno por si acaso / no vaya que Dios exista / y me lleve pa’l infierno / con todas mis ovejitas”.
A LA VíA El Tren a las Nubes comienza a traquetear hacia la Puna bajo la luna llena y el cielo estrellado. La ciudad de Salta queda atrás mientras va aclarando y surcamos verdes plantaciones de tabaco a través de un valle de la Cordillera Oriental en los Andes. A la izquierda los destellos del amanecer se reflejan en los caracoleos del río Toro y el cielo se torna color malva. A lo lejos un gaucho a caballo se pierde en la inmensidad acompañado por dos perros.
A medida que ascendemos la altura nos late en las sienes. A los costados aparecen los primeros cardones en forma de candelabro y grupos de casas de adobe con horno de barro y corral de piedra con ovejas al fondo.
El paisaje, cada vez más árido, se enciende con los vivos colores de los minerales a flor de tierra en las laderas sin vegetación. Luego de atravesar un túnel de medio kilómetro alcanzamos los 4008 metros altura: estamos en la Puna, esa árida altiplanicie cuya vegetación se limita a dorados pastizales y arbustos de tola. A los costados del tren corren arroyos congelados y gráciles llamas.
Desde que salimos estoy haciendo mi primera experiencia con el acullico, que se remonta al tiempo de los incas. Además me tomo un té de coca: sin embargo, me duele la cabeza, me baja la presión y mi vecino de asiento se preocupa por mi palidez cadavérica: no tengo fuerzas ni para mirar por la ventana. Llaman al médico, me llevan al vagón de enfermería y me ponen una máscara de oxigeno. En cinco minutos estoy como nuevo.
Ya hemos cruzado 29 puentes, 20 túneles, 12 viaductos, dos rulos y dos zigzags en nueve horas y aparece San Antonio de los Cobres con sus casas de adobe al fondo de un valle protector con cumbres de 6000 metros.
Al pueblo lo pasamos de largo para llegar a las tres de la tarde al famoso Viaducto de la Polvorilla, un gran arco de metal y hormigón de 224 metros de longitud y 64 de altura, el punto culminante de esta gran obra ingenieril. Aquí descendemos del tren un rato junto a un imponente mirador sobre un precipicio, donde los pobladores locales venden sus artesanías.
El tren cruza el viaducto sin pasajeros para hacer una maniobra de cambio de locomotora, ya que a partir de aquí hay que volver. Y al rato regresamos a San Antonio de los Cobres para terminar la travesía en tren.
Caminamos por las calles de tierra de uno de los rincones más polvorientos, ventosos y resecos de la Argentina, a 3775 msnm. El lugar escapa un poco al pintoresquismo norteño de postal. Pero la desolación del desierto no está exenta de una dolorosa belleza, que enciende de colores vivos las laderas por unos instantes con la luz oblicua del atardecer.
ANATOLIO, LLAMERO DE LA PUNA Al bajar del tren hay dos opciones: completar la excursión bajando a Salta en camioneta con una visita a las ruinas de Tastil, o pasar la noche en San Antonio de los Cobres (las dos opciones se ofrecen al comprar el paquete). Y desde ese pueblo puneño se puede contratar una excursión de dos días al pueblo de Tolar Grande, cercano a dos de los paisajes más espectaculares de la Puna: el Valle de los Sueños y el Cono de Arita.
Nos instalamos en el hotel de San Antonio de los Cobres y por la tarde hacemos una caminata con llamas guiada por Anatolio Tolaba, llamero de la Puna como sus antepasados remotos. Vamos hasta su casa de adobe con el corral al fondo, donde lo encontramos dándole de comer a sus doce llamas.
Salimos a caminar con dos llamas, una para cada uno: las llevamos con la mano con una cinta de cuero. La mía se llama Burro. Anatolio me cuenta que comenzó su emprendimiento turístico hace cinco años, cuando trajo dos llamas del campo porque las vio muy flaquitas. Darles de comer le insumía un presupuesto importante y como de niño él aprendió a tratar con turistas vendiéndoles piedritas de colores, un día fue con una llama a la estación de tren y los pasajeros comenzaron a acercarse solos a sacarse fotos y acariciarlas. Entonces se le ocurrió comenzar con las caminatas. “¿Y ya se pagan la comida las llamas?”. “¡Ahora ellas me la pagan a mí!”.
Avanzamos por el árido valle de San Antonio de los Cobres y mientras observamos la desolación de la Puna, Anatolio me cuenta que cada vez más los jóvenes del pueblo se van y pierden el interés por los animales. Este había sido su caso: se fue a trabajar en unas minas de bórax montaña arriba. Hasta que se dio cuenta de que caminando tranquilo con sus llamitas cuatro horas por día, ganaba más que por 12 horas arriba del camión, para colmo lejos de su familia: “Además a mi no me gusta ser dominado de nadie”.
“Acá a la gente no le gusta que se joda a los animales: mi abuela me decía: ‘¿Cómo le vas a hacer eso a las llamitas?’. Pero a ellas lo que les gusta es caminar”, se justifica Anatolio con razón.
Mi llama es dócil, camina sin hacerse rogar. Porque el llamero las amansa y les saca la cosquilla acariciándolas mucho cuando tienen un año de edad. Caminamos y conversamos media hora sobre nuestros mundos tan disimiles. Y sin embargo nos entendemos, en todo sentido.
CIUDAD EN RUINAS Al día siguiente tomamos una excursión desde San Antonio de los Cobres hasta las ruinas de la ciudad de Santa Rosa de Tastil (la visita que hacen el día de la ascensión la mayoría de los pasajeros del tren), uno de los mayores centros poblacionales del período tardío preincaico del noroeste argentino (1000-1450 d.C).
El vehículo sube por un angosto sendero trepando una ladera hasta la entrada, donde vemos los primeros rectángulos de pircas de piedra de este poblado diaguita que llegó a tener más de 2000 habitantes en 12 hectáreas. Allí se identificó un trazado urbano con unidades de vivienda, calles principales y secundarias, plazas, mercado y centros político y religioso.
La estratificación social se refleja en las viviendas: en lo alto del cerro está el barrio de casas más complejas, mientras que en la parte baja de la montaña se encontraron otras más sencillas de un solo cuarto. Los muertos eran enterrados dentro del pueblo, junto a la pared en el exterior de las casas. En los barrios altos la riqueza del ajuar funerario era un indicador de nivel social. En cambio, en las tumbas de los barrios inferiores las pertenencias que el muerto se llevaba al inframundo eran pocas.
En los faldeos de los cerros vecinos vemos los cuadros de cultivo con pircas que servían para proteger del viento y la lluvia las plantaciones de poroto, calabaza y maíz.
El sitio de Santa Rosa de Tastil fue ocupado a mediados del siglo XIV y no se encontraron evidencias del dominio incaico, ya que cuando el reino del Cuzco avanzó sobre la región los pobladores ya habían abandonado la ciudad, se cree que por decisión propia, acaso por un aumento de la población que hacía inviable la supervivencia en este lugar.
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