Domingo, 20 de marzo de 2005 | Hoy
LA RIOJA > VISITA AL PARQUE NACIONAL TALAMPAYA
La Argentina posee insólitos y valiosos paisajes desérticos de formas caprichosas. Pero las gigantescas paredes de roca de Talampaya parecen superar todos los límites, dibujando relieves dignos de Marte a sólo 200 kilómetros de la capital provincial.
Por Graciela Cutuli
El sol cae a pico sobre el paisaje desértico, y el zonda se cierne sobre los relieves rocosos desgastando aún más las formas ya trabajadas por siglos de vientos y aguas. Hoy es un mundo mineral e inerte, un fuego petrificado en formas que desafían la imaginación, pero este paisaje árido fue hace miles de años un mundo cálido, envuelto en un clima húmedo y aguas abundantes. Fue antes de que la tierra se plegara para formar la Cordillera de los Andes: como en una selva tropical, helechos, lianas y altos árboles servían de refugio a grandes animales acuáticos y terrestres, que una vez desaparecidos –el cambio climático fue catastrófico para ese paraíso de vegetación y fauna– dejaron sin embargo una huella que llegaría hasta el futuro. Talampaya es, por eso, un auténtico paraíso para geólogos y paleontólogos: en las entrañas de este cañón se encuentran numerosos fósiles –los importantes descubrimientos hacen que el Parque Nacional sea parte de la llamada Ruta de los Dinosaurios, que se extiende por San Luis y el Valle de la Luna, en San Juan– y las propias paredes de roca son para quienes saben leerlas como un libro abierto sobre las edades de la Tierra.
A diferencia de otros importantes yacimientos arqueológicos o de riqueza paisajística, el Parque Nacional Talampaya es de fácil acceso, ya que sólo unos 230 kilómetros de ruta lo separan de la capital riojana. Por eso es posible elegir visitas cortas, con ida y vuelta en el día, o bien circuitos más largos, que incluyen pernocte en el Parque Nacional, siempre con la condición de estar acompañados por guías: en esta zona protegida no es posible apartarse de los lugares permitidos, para no dañar las reservas de fauna y flora, y todos los circuitos deben hacerse con alguien especializado que acompañe a los visitantes.
Si se lo viera desde arriba, el conjunto del Parque Nacional –que forma una sola cuenca con el Valle de la Luna, y merece ser integrado en una visita conjunta– es un vasto cordón conocido como Sierra de los Tarjados, de entre 1500 y 2000 metros de altura, donde el agua cavó pacientemente enormes surcos por donde hoy pasean los visitantes: ahora el agua ya no existe, salvo cuando alguna precipitación crea una aguada temporaria y aporta algo de humedad a la perpetua aridez de la región, pero el río Talampaya grabó para siempre ese cañón sobre la superficie de la tierra riojana. Recorrer a pie ese laberinto de paredes y farallones de piedra, que superan los 100 metros de altura, es una experiencia impresionante: como viajando en el tiempo, a medida que se avanza hacia el interior del Parque aumentan la soledad y el silencio. Parecen entonces remontarse también los siglos, a la vez que se descubren las numerosas huellas que dejaron los habitantes de estas regiones en tiempos remotos. El clima templado y extremadamente seco, con gran amplitud térmica y escasas lluvias, facilitó la preservación de esos testimonios del pasado, que hoy constituyen una de las grandes riquezas del sistema de Talampaya. Un nombre quechua, que procede de la conjunción de las palabras “tala” (árbol autóctono), “ampa” (río) y “aya” (algo extinguido). En otras palabras, Talampaya significa “río seco del tala”.
A lo largo del lecho seco del río Talampaya se levantan imponentes paredes de piedra, de gran altura, como el conjunto de formaciones situadas en el centro del cañón que se conocen como El Partenón, El Ascensor, Los Balcones o La Chimenea, una canaleta gigantesca horadada con infinita paciencia por el deslizarse del agua de lluvia. Aquí la altura de las paredes alcanza los 140 metros, algo más que en el sector conocido como La Catedral, otro de los relieves emblemáticos del Parque. En La Catedral se distinguen varias formaciones, que recuerdan respectivamente a un Púlpito (una saliente de roca erosionada por el agua y el viento), el Perfil de Cristo o el Rey Mago, una rara formación natural que semeja realmente la figura de una persona montada en un camello. A pesar de la aridez reinante, hay espacio también en el interiordel cañadón para un bosque de algarrobos, molles y chañares, algunos de los árboles más característicos de la región.
Por doquier, el paisaje es rojo: rojo por la roca, rica en minerales ferrosos cuya oxidación les da ese color, y rojo por el sol siempre presente, que a medida que baja tiñe el horizonte de fuego. Las paredes de piedra ofrecen, sin embargo, en sus distintos estratos, diferentes tonalidades y texturas que revelan el modo en que fue formándose el terreno, con sucesivas sedimentaciones pero también capas de origen eruptivo.
Lo mismo sucede en el paraje conocido como Los Pizarrones, al que se llega tras recorrer una pequeña quebrada: aquí se suceden numerosos petroglifos, a lo largo de unos 15 metros de rocas planas. También se encontraron manifestaciones de arte rupestre, y utensilios de uso cotidiano.
Cuando hay más tiempo, como para un recorrido exhaustivo, se llega hasta el lugar conocido como la Ciudad Perdida, un laberinto de rocas y viejos cauces de arroyos situados en una gran depresión. Cerca de aquí, el Mogote Negro –una formación de roca basáltica, de ahí el “negro” del nombre– es otro de los símbolos de Talampaya. Quienes suban al Mogote Negro tendrán una de las mejores vistas que puedan imaginarse de las sierras que enmarcan el Parque Nacional.
En varios sectores del Parque se observan huellas de la presencia humana: petroglifos que representan hombres, pumas, guanacos, ñandúes; y morteros cavados en la roca (aunque la función precisa de estos instrumentos, tallados por las culturas Ciénaga y Diaguita, entre los siglos III y X, aún es objeto de discusión entre algunos expertos). Sin embargo, Talampaya es un paraíso sobre todo para los paleontólogos en busca de dinosaurios: en esta suerte de “Jurassic Park” se encontraron los huesos del Lagosuchus Talampayensis, uno de los dinosaurios más antiguos que se conocen, y el esqueleto fosilizado del “Rioja Saurius”, de unos 220 millones de años. Hace un par de años, se halló además los restos fósiles de diecisiete dinosaurios del Triásico superior, la misma época en que se estima vivió el Zupaysaurus, encontrado en 1996: este dinosaurio de aspecto feroz, con crestas en el hocico, fue apropiadamente bautizado con el nombre quechua del diablo, es decir, “zupay”. Para ver estos y otros restos de importancia en la zona de Talampaya hay que complementar la visita al Parque Nacional con un paseo por el Museo de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de La Rioja, donde se preserva buena parte del patrimonio paleontológico encontrado en esta zona.
Un mundo variado Aunque la aridez predominante puede prestar al engaño, Talampaya está lejos de ser un desierto. Entre las jarillas y retamas que conforman buena parte de la vegetación se ocultan las maras, ñandúes, guanacos, chuñas y zorros grises, entre otras especies de animales que se mimetizan con facilidad en el paisaje. Bien temprano por la mañana, o cuando cae la tarde y los animales ya se disponen al descanso, hay más posibilidades de un avistaje afortunado, aunque aves como las copetonas, aguiluchos, caranchos y martinetas se ven a toda hora. Hay que recordar que el intenso calor y la falta de agua favorecen la supervivencia de animales de hábitos nocturnos, así como de las especies que se refugian en cuevas, gracias a la menor temperatura del interior de la tierra. No es difícil ver lagartijas, pero también viven aquí reptiles menos inofensivos: entre ellos, la yarará chica y la vistosa –pero peligrosa– víbora de coral.
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