Domingo, 23 de abril de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA > VARANASI: LA CIUDAD SAGRADA DE LA INDIA
Por Julian Varsavsky
“Aquel otro despertar, la muerte”
J. L. Borges
Al llegar a Varanasi todo viajero siente una severa compulsión por conocer el río y sus legendarias escalinatas. Así, sin saber cómo, sin preguntar, no tardé en alcanzar el Ganges. La primera imagen que vi fue la de un hombre sentado sobre una piedra con las piernas enroscadas en posición de loto, venerando una oscura imagen de granito en un templo de cúpulas redondeadas rematadas en aguja. Adoraba una imagen de Ganesha (dios de la Sabiduría, con cabeza de elefante) y parecía llevar horas sentado allí –con el torso desnudo y un turbante rojo–, inmerso en una nube de sahumerios. Con los párpados clausurados y absolutamente desconectado de cualquier percepción del mundo exterior, cada tanto rompía el silencio para recitar su obsesivo mantra: “Om shri Ganeshaia namaha” (Yo saludo al bendito Ganesha).
EN LA HISTORIA Varanasi existe casi desde siempre en el nordeste de la India –separada de Nepal por la cadena del Himalaya– y dice la leyenda que nació en el instante en que una lágrima de Shiva cayó en el Ganges. Los documentos históricos certifican su existencia al menos en el año 800 a. C. Y las escrituras sagradas del budismo la citan como la ciudad donde El Iluminado ofreció su famoso primer sermón en el Parque de las Gacelas, 2500 años atrás. Contemporánea de Nínive y Babilonia, Varanasi es una de las ciudades más antiguas del mundo, pero lo más increíble es que en algunos rincones de su casco histórico el pasado milenario parece suspendido en la línea del tiempo, como si un secreto encantamiento le impidiese todo cambio.
Al abandonar el aeropuerto, el taxi se interna por calles polvorientas inmersas en una gran confusión de autos, motos, hombres y vacas. Y a primera vista resulta evidente la superpoblación de la India, sobre todo cuando se percibe el continuo desfile de la gente por las calles como en una eterna procesión.
Al cruzar el arco de entrada al casco antiguo, el ruidoso caos callejero se apacigua un poco. Adentro de este laberinto semipeatonal de callejuelas angostas no hay edificios modernos, y llegado a cierto punto las calles se estrechan tanto que no hay lugar para que transite un auto. Al deambular por esos caminos de piedra escalonada en busca del río, uno suele toparse con alguna vaca atravesada que abarca todo el espacio de pared a pared. Y a veces los intentos de pasar resultan vanos y no queda otra alternativa que volverse atrás.
Las callejuelas están entrelazadas sin sentido y las viviendas lucen colores tan contradictorios como el turquesa, el esmeralda y el ocre. Son casas bajas, muy rústicas, y generalmente sin agua corriente. Además de su antigüedad, el casco histórico exhibe un aspecto casi ruinoso que acentúa su aura milenaria. Los monjes errantes viven en la calle y circulan por los alrededores del Ganges con sus tridentes al hombro otorgando bendiciones. Y todo el tiempo uno siente que avanza por un ambiente precario donde predomina la piedra y casi no hay rasgos de civilización moderna. Rodeados de antiguos santuarios, en Varanasi se respira el aroma de una espiritualidad irresistible hasta para el más escéptico de los mortales. El aire está enrarecido por el humo de las piras funerarias junto al río y también por el olor penetrante de los inciensos que emana de los templos. Y por doquier brotan las envolventes melodías de las cítaras, sumadas a la aletargada percusión de las “tablas”, que brotan de enigmáticas casas y de las escuelas de música, yoga, meditación y masaje.
SENTIR EL RIO Al caminar por las callecitas sin vereda de Varanasi, se intuye que todo está orientado hacia el Ganges, con las multitudes de peregrinos dirigiéndose hacia allí como hipnotizadas. El río ejerce una atracción involuntaria, incluso para el extranjero, quien es acarreado por la inercia de tanta gente convencida de que hay un solo rumbo. Todos parecen anhelar una revelación; acaso el lejano secreto de los incontables cuerpos reducidos a cenizas que durante milenios de historia terrenal se diluyeron en estas aguas.
La experiencia cumbre de este viaje llega con el resplandor del alba, sobre todo cuando se navega por las neblinosas aguas del Ganges. Desde la canoa se vislumbran las siluetas de los primeros peregrinos que llegan a cumplir con la sagrada inmersión en el río eterno y se escucha el apagado murmullo de las oraciones védicas. Mientras Surya (el dios Sol) se remonta imponente, su melancólico fulgor naranja va iluminando la fervorosa pero tranquila actividad que se ha desatado a la vera del río. Las multitudes descienden por las escalinatas lentamente y sumergen medio cuerpo en el agua con las manos en posición de rezo. Luego depositan ofrendas florales con velas encendidas que se pierden flotando a la deriva, y recogen agua en unos centenarios jarritos de cobre que vacían sobre su cabeza. Las mujeres se bañan despojándose de sus saris con tal sutileza que no develan el más mínimo de sus encantos. Y en los escalones sobresalen pequeños “lingas” de piedra (monolitos con forma fálica) que representan el poder destructivo de Shiva.
Junto con el círculo incandescente del sol aparecen también los profanos lavanderos, que se pasan las horas golpeando enérgicamente unos lienzos contra las rocas. Son las extensas y coloridas telas de los saris femeninos que luego se despliegan a secar sobre las escalinatas, formando un arco iris de lilas, turquesas, rosados y púrpuras. La imagen es el deleite de cualquier fotógrafo.
El río se abarrota de balsas con grupos de hasta veinte personas llegadas desde los lugares más remotos de la India y Nepal. Muchos lucen sus turbantes de gala y se nota a simple vista que están disfrutando del día más feliz de su vida. Millones de peregrinos vienen aquí cada año a cumplir con un designio primordial del hinduismo: una vez en la vida hay que visitar la Ciudad Sagrada, y de ser posible, se debe ir a morir allí.
Desde la canoa se ve de frente todo el ritual hinduista. Inclusive es posible indagar en la mirada obnubilada de los místicos que entran al agua en pleno trance espiritual. Una empinada escalinata gigante se extiende a todo lo ancho de 6 kilómetros de costa del río. O sea que en la canoa, el viajero se siente ubicado estratégicamente en la parte baja de un gran anfiteatro que despliega sus brazos de par en par. Pero aunque el centro de interés esté enfocado en las escalinatas, puede ocurrir que junto al bote flote el cadáver de un monje brahmán (hombre santo que al morir va a parar a las aguas sin pasar por el fuego).
BAÑO SAGRADO Todos se bañan en las aguas del río Ganges e incluso beben de ellas con expresión de suma felicidad. Que el río esté contaminado es un detalle menor a la hora de purificar las almas, y de hecho nadie se sumerge allí con la intención de refrescarse y pasar un buen rato. A un costado de la escalinata suele haber vacas que sí se refrescan en el agua, y unos peldaños más arriba, monjes brahmanes saludando a los dioses con un frenético concierto de campanadas. El marco de estas imágenes son los enormes templos y palacios abandonados del siglo XVIII que reflejan en sus tonos ocres la magia de lo ruinoso y lo sagrado. Justo delante están los altares de cremación llamados ghats, aunque sólo dos de ellos permanecen en funcionamiento.
Varanasi es uno de los lugares más enigmáticos de la tierra, al menos para un occidental. Porque a la vuelta de cada esquina se presagia una incógnita que la razón iluminista no podría alumbrar jamás. En las calles hay antiquísimos caracteres sánscritos cincelados sobre piedras carcomidas por los siglos. Y no tiene sentido hacer un listado de templos, porque están por todos lados. En el lugar más inverosímil –como el patio de una simple casa– uno se topa con santuarios representativos del más elevado arte hindú. Algunos templos sobresalen por sus recargadas cúpulas talladas con centenares de imágenes mitológicas en miniatura. Y por unanimidad predomina en esta sociedad una razón distinta –inalcanzable hasta para el más místico de los occidentales–, que testifica que Shiva habita en Varanasi. Junto con Brahma y Vishnú forman la Trinidad Hindú y existen cerca de 2000 templos y santuarios en toda la ciudad consagrados a una u otra deidad.
Por todo esto en Varanasi es imprescindible poder despojarse lo más posible de la mirada etnocéntrica que el extranjero acarrea desde el lugar de origen. Aquí se transitan caminos medulares de la India legendaria, ese universo ensimismado donde rige otra lógica, con sus propias reglas, valores y tradiciones, tan arbitrarias en última instancia como las de la otra mitad del planeta. Y una de las religiones más antigua y compleja del planeta, dueña de una cosmovisión poblada de mitos y centenares de dioses que ejercen una enigmática seducción. Por eso la “Ciudad Sagrada” es una meta desafiante que a veces desconcierta y conflictúa. A decir verdad, conviene pasar con premura por este lugar donde lo incomprensible viene a sentarse a nuestro lado demasiadas veces. Sin embargo, después de haber partido, ya será muy difícil poderse librar del misterioso influjo de Varanasi.
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