ITALIA: LA CIUDAD DE FLORENCIA
La flor de la Toscana
Emblema de la armonía del Renacimiento italiano y cuna de la lengua italiana moderna, las exquisitas iglesias y barrios antiguos de Florencia crecieron en un valle rodeado de colinas y olivares, bendecido por el sol y mágicamente iluminado por las lunas de otoño.
Por Graciela Cutuli
Firenze, que llamamos Florencia en recuerdo de su antiguo nombre latino, tal vez porque su nombre de flor rima mejor con los colores y aromas que brotan del ondulado paisaje circundante, es como una joya engarzada en el corazón de la Toscana. Una joya de brillos discretos que se vuelcan por las calles intrincadas, surcadas por una única línea recta: la que traza el Arno, el río que divide la ciudad, donde todavía se habla de la margen izquierda como de “Oltrarno” (“más allá del Arno”), como en los tiempos en que del otro lado del río sólo había una extensa nada. Una forma de mostrar que los florentinos son apegados a sus tradiciones, que detrás de su cordialidad primera son reservados y guardan las formas y la reverencia hacia los siglos, entre el Duecento y el Cinquecento, que le dieron para siempre un lugar en el mapa de la historia. Recorrerla hoy es, sin embargo, mucho más que una mirada a su espléndida historia y a los tiempos de Dante, los Medici, Leonardo y Miguel Angel: en Florencia viven el diseño, la moda y la buena mesa del siglo XXI, los elegantes escenarios del cine de época y el arte refinado de los orfebres que convierten a la ciudad en una referencia mundial de su arte.
A orillas del Arno El Arno es uno en invierno, cuando el caudal crece, y otro en verano, cuando irónicamente hay quienes lo califican de “torrente”. Entre los irreverentes estaba Mark Twain, tal vez porque venía de las caudalosas tierras del Mississippi: “Es muy popular admirar el Arno. Es un gran torrente histórico, con un metro veinte en el canal y embarcaciones que flotan encima. Sería un río muy aceptable si le bombearan agua adentro. Lo llaman río, y piensan que realmente es un río estos condenados, morenos florentinos. Hasta consiguen remontar la decepción construyendo puentes por arriba”. Sin duda el Arno, ironías aparte, es un río particular: nace al sur de la ciudad que cruza y periódicamente amenaza con inundarla. Pero no sólo amenaza: de tanto en tanto los aluviones realmente se producen y ponen a Florencia al borde mismo del desastre. Y sin embargo, al contrario de Venecia..., no se hunde.
Allí están también los puentes que cruzan el río, empezando por el Ponte Vecchio, el más antiguo de la ciudad y el único que no fue destruido durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. Sobre esta pasarela fluvial la ciudad sigue, literalmente, con casas y negocios: si antiguamente se encontraban aquí los carniceros –y los métodos de conservación de aquellos tiempos no permiten imaginar un panorama aromático demasiado benévolo– para gloria de los turistas con el tiempo fueron reemplazados por las botteghe de los orfebres. Una de las más bellas tradiciones florentinas, que se remonta al Renacimiento, cuando por voluntad de Ferdinando I de Medici se fundó el Opificio delle Pietre Dure: en este taller de tallado y diseño con piedras semipreciosas las manos habilísimas de los artesanos convertían las ágatas en pétalos de tulipán, y los lapislázulis en exóticos plumajes de un ave tropical. Con una ingeniosa técnica de mosaico, las piedras y mármoles se cortan en láminas delgadísimas, yuxtaponiéndolos para formar dibujos de paisajes, aves y flores como los que se ven expuestos en la sede de la entidad, que depende del Ministerio italiano de Bienes Culturales y hoy está ampliamente volcada a la formación y trabajos de restauración.
A orillas del Ponte Vecchio –donde un busto de Benvenuto Cellini homenajea a todos los orfebres florentinos– se levanta el Corridoio Vasariano, construido en 1564 por Giorgio Vasari en ocasión del casamiento entre Francesco I de Medici y Juana de Austria, para conectar el Palazzo Pitti (la residencia del gobernante) con el Palazzo Vecchio y sus oficinas (es decir, los Uffizi que hoy son un célebre museo). Este recorrido cubierto de casi un kilómetro permitía a la familia Medici cruzar de una residencia a otra sin tener que salir a las calles, y rodea la Torre dei Mannelli, que sus propietarios se negaron a destruir para dejar paso a la pasarela de Vasari.
El barrio de la Catedral La Catedral de Florencia, con la espléndida cúpula renacentista de Brunelleschi, domina sin embargo un barrio de la ciudad que tiene todavía aires medievales. Santa Maria del Fiore, o simplemente el “Duomo”, como se llama en italiano, forma un conjunto con el Campanil de Giotto y el Baptisterio, y todavía hoy no existe en Florencia un edificio más alto. La gigantesca cúpula fue construida por Brunelleschi sin el armazón de madera tradicional que se usaba en el Renacimiento, y hay que subir los 463 escalones que llevan hasta lo más alto para descubrir que una cúpula interna, más pequeña, funciona como sostén de la exterior. Las decoraciones externas de mármol toscano, los pisos tallados como laberintos, los altares y los frescos hacen de Santa Maria del Fiore una joya de la arquitectura sin rivales en Italia, el país donde se dice que existe la mayor cantidad de obras de arte del mundo. Entre ellas se encuentra también la puerta este del Baptisterio florentino, obra de Lorenzo Ghiberti, encargada a principios del siglo XV para celebrar el fin de una peste que había azotado cruelmente a Florencia entre 1399 y 1400 (medio siglo antes, otra epidemia de peste bubónica se convierte en la inspiración literaria de los cuentos del Decamerón de Giovanni Bocca-ccio, que con Dante y Petrarca conforma la gran tríada de poetas florentinos). De algún modo, al menos para las artes, no hay mal que por bien no venga... La “Puerta del Paraíso”, como llamó Miguel Angel la obra de Ghiberti, está flanqueada por dos columnas de pórfido que Pisa donó a Florencia como agradecimiento por la ayuda militar que le prestara en 1117 durante una de las continuas guerras de la época. Las columnas, que según la leyenda tenían el poder de desenmascarar a los deshonestos, están partidas (probablemente como consecuencia de alguno de los aluviones que afectó Florencia), pero una maliciosa tradición popular afirma que los pisanos ya las regalaron rotas, para hacerles perder sus poderes, y que por eso las enviaron cuidadosamente envueltas en paños a la ciudad de los Medici. De ahí el refrán “fiorentini ciechi e pisani traditori” (florentinos ciegos y pisanos traidores), manifestación de las rivalidades habituales entre dos ciudades tan cercanas como ricas en historia, arte... y picardía.
A pocos pasos de Santa Maria del Fiore se encuentran el Museo dell’Opera del Duomo, que conserva las obras originales que fueron retiradas por precaución y reemplazadas por réplicas en la Catedral, el Baptisterio y el Campanil; el Bargello, la más antigua sede de gobierno existente en Florencia, hoy sede del Museo Nacional con obras de Miguel Angel, Donatello y Cellini, y la Casa de Dante, donde no es seguro que haya nacido el poeta, pero que está cerca del lugar donde se cree que vio por primera vez a Beatriz, fuente de un platónico amor que la colocaría luego como su guía en el Paraíso.
Piazza della Signoria Desde el siglo XIV, la vida política florentina giró en torno de la Piazza della Signoria: al son de las campanas del Palazzo Vecchio, los habitantes se reunían para las asambleas públicas, pero también cuando había torneos y fiestas en las que el pueblo se volcaba a las calles. Los visitantes de hoy tienen la mejor vista desde el Caffé degli Uffizi, que también permite divisar el David de Miguel Angel situado en las afueras del edificio: sin embargo, hay que recordar que el original está protegido de las inclemencias del tiempo en el interior de la Galleria dell’Accademia. Con poco respeto por su noble historia, es común que los turistas se dediquen a fotografiar alegremente los atributos físicos del David, pero los propios florentinos ya se adelantaron, y uno de los recuerdos más comunes en torno de la plaza son las postales que muestran, en primer plano, las bondades físicas del bíblico pastorcito, en la versión de Buonarroti.
Tanto la Galleria como gli Uffizi conservan algunas de las principales obras de arte del Gótico, el Renacimiento y el Manierismo: Giotto, Leonardo, Botticelli, Rafael. Recorrer estas salas es como pasar las páginas de un gran catálogo donde cada cuadro, cada escultura, cada dibujo, parece esforzarse por superar a la anterior. Pero sería engañarse creer que Florencia es sólo un gran museo o un homenaje de tamaño natural a la Edad Media y el Renacimiento, con testimonios como Santa Maria Novella, el convento de San Marco, San Lorenzo o el Palazzo Pitti, que fue construido para un banquero rival de los Medici, pero terminó luego en manos de la poderosa familia florentina que selló para siempre su destino con el de la ciudad. Todo lo que se respira es arte –no en vano fascinó a la elite inglesa del siglo XIX, como la que James Ivory retrató con maestría en Un amor en Florencia–, pero también hay espacios para que se cuele con gracia y energía la vida cotidiana.
Florencia es así una ciudad donde late el amor por el fútbol, concentrado en el color violeta de la Florentina, que según la leyenda –que no pocas tiene este juego pasión de multitudes– surgió cuando una lavandera distraídamente sumergió las camisetas originales, blancas con rayas rojas, en un baño que las dejó con una nueva y definitiva tintura “viola”. También es una ciudad relevante para la moda –gracias a firmas como Salvatore Ferragamo, sinónimo del diseño y el savoir faire italiano en el mercado de lujo de todo el mundo–, y sin duda una auténtica tentación a la hora de sentarse a la mesa, ya que los toscanos son famosos por tener el mejor aceite de Italia, las carnes más suculentas (no hay que irse sin probar la “bistecca florentina”, con el hueso en T que es inhallable en otros lugares de la península) y los vinos más exquisitos. Que no es poco, en un país de manjares mediterráneos. Y para el final del día, placer de placeres (aunque tiene un costo digno de la historia que ofrece), es posible regalarse una noche en el Hotel Helvetia & Bristol, donde se toma el té en el jardín de invierno que frecuentaban Pirandello y D’Annunzio, donde es posible tener la misma habitación que Eleonora Duse, o por la que pasaron Stravinsky y Enrico Fermi. ¿Qué más se puede pedir? Tal vez un paseo por los alrededores de Florencia, por esas mágicas colinas y olivares que son desde hace siglos la cuna donde se adormece cada noche una de las más hermosas ciudades de Italia. z