Miércoles, 31 de agosto de 2016 | Hoy
21:43 › OPINIóN
Por Eric Nepomuceno
El jueves dos de abril de 1964 se consumaba otro golpe de Estado, un golpe cívico-militar, liquidando un gobierno elegido por el voto popular y soberano. En aquella ocasión, las mismas fuerzas que hoy triunfaron recurrieron a los cuarteles. Ahora, las tropas no fueron necesarias.
Hace 52 años, presidiendo una sesión extraordinaria del Congreso que reunía a diputados y senadores, el conspirador derechista Auro de Moura Andrade decretó vacante la presidencia, afirmando que el presidente constitucional, João Goulart, había abandonado el país.
Era mentira. Goulart estaba en Porto Alegre, capital de Rio Grande do Sul, intentando reunir fuerza suficiente para resistir. Moura Andrade lo sabía. Todos sabían.
El entonces diputado Tancredo Neves, conocido por sus maneras suaves y cordiales, apuntó el dedo al rostro de Moura Andrade y disparó, con insospechada voz de trueno: “¡Canalla! ¡Canalla! ¡Canalla!”
Pasados los años, hace dos días tocó al nieto de Tancredo, el senador Aécio Neves,uno de los artífices del golpe contra Dilma Rousseff, ver como su colega Roberto Requião, del mismo PMDB de Michel Temer, lo miraba a los ojos y disparaba, a él y a su pupilo Antonio Anastasía, las mismas palabras: “¡Canallas! ¡Canallas! ¡Canallas!”
Hoy la palabra quedó estampada, de una vez y para siempre, en la frente de Aécio, Anastasía y otros 59 senadores. Siete más que lo que sería necesario para fulminar un mandato popular.
Muchos de los 61 votos que destituyeron a la presidenta fueron emitidos por senadores que hasta hace algunos meses eran ministros del gobierno ahora liquidado.
En los largos e intensos debates de los últimos días se ha visto de todo: cinismo, farsa, hipocresía, cobardía, traición.
Canalladas.
No hubo una única prueba concreta que justificase la fulminación de los 54 millones de votos soberanos logrados por Dilma Rousseff en octubre de 2014. Bajo el manto de las formalidades, se consumó la indignidad.
Lejos del pleno del Senado, lo que se ha visto fue la reiteración de los viejos hábitos de la más baja política brasileña: Michel Temer y sus cómplices ofreciendo el oro y el moro para asegurar votos suficientes para legitimarlo legalmente en el puesto que usurpó a base de traición. Legalmente: moralmente, imposible.
Sobran ejemplos de ese comercio de intereses. Menciono dos.
A las tres de la mañana, frente a un pleno casi vacío y a una audiencia ínfima, el ex jugador Romario leyó, con evidente dificultad, el texto escrito por algún asesor justificando su voto favorable a la destitución de Dilma Rousseff.
Dijo que se convenció gracias a las razones expuestas por los acusadores de la mandataria.
Mentira: se convenció al lograr el nombramiento de algunos de sus apaniguados en el gobierno de Temer.
Idéntica suerte tuvo el senador Cristovam Buarque, ex ministro de Educación del primero mandato de Lula da Silva: a cambio de su voto, se le prometió el luminoso puesto de embajador brasileño en la UNESCO. Cambió una biografía por París.
Ese ha sido el precio de su dignidad, suponiendo que Temer cumpla lo pactado. Y suponiendo que esa dignidad alguna vez existió.
¡Canallas! ¡Canallas infames! ¡Un aquelarre de 61 canallas!
¿Por qué? Por haber asumido una farsa. Por imponer a los brasileños un programa político y económico que fue rechazado con vehemencia por las urnas electorales en las cuatro últimas elecciones. Por entregar el país a una pandilla. Por condenar el futuro. Por haber permitido que una mujer honesta sea sustituida por un bando de corruptos.
Por defender la traición.
La historia sabrá juzgarlos. Lo que cometieron hoy, sin embargo, es irreversible. El precio será pagado por los humildes, como siempre.
Empieza ahora un tiempo de incertidumbre. De expoliación de derechos alcanzados en los últimos trece años.
Tiempo de brumas. Tiempo de infamias. Tiempo de vergüenza.
Tiempo de canallas.
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