Martes, 24 de febrero de 2009 | Hoy
Por Kenneth Clark
Estoy en el Pont des Arts de París. A un lado del Sena se alza la armoniosa y razonable fachada del Instituto de Francia, construido como colegio universitario alrededor de 1670. En la otra orilla, el Louvre, construido sin interrupción desde la Edad Media hasta el siglo XIX: la arquitectura clásica en su forma más espléndida y serena. Apenas visible río arriba está la catedral de Nôtre Dame, quizá no la más atractiva de las catedrales, pero sí la fachada más rigurosamente intelectual de todo el arte gótico. Las casas que bordean las orillas del río constituyen también una solución humanizada y razonable de lo que la arquitectura urbana debería ser, y frente a ellas, bajo los árboles, están los puestos de libros donde generaciones de estudiantes han encontrado alimento espiritual y generaciones de bibliófilos han cultivado su civilizado pasatiempo. Por este puente, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, los estudiantes de las escuelas de arte de París han corrido al Louvre para estudiar las obras que contiene, y luego de vuelta a sus estudios para charlar y soñar con hacer algo digno de la gran tradición. Y cuántos peregrinos de América, de Henry James para abajo, se habrán detenido en este puente para aspirar el aroma de una cultura de muchos siglos, y se habrán sentido en el corazón mismo de la civilización.
¿Qué es la civilización? No lo sé. No soy capaz de definirla en términos abstractos... todavía... Pero creo que sé reconocerla cuando la veo; y en estos momentos la estoy viendo. Ruskin dijo: “Las grandes naciones escriben sus autobiografías en tres manuscritos: el libro de sus hechos, el libro de sus palabras y el libro de su arte. No se puede entender ninguno de esos libros sin leer los otros dos, pero de los tres el único fidedigno es el último”. En general, yo también lo creo así. Escritores y políticos pueden manifestar toda clase de sentimientos edificantes, pero que no pasan de ser buenos propósitos. Si yo tuviera que decidir quién dice la verdad sobre una sociedad, si el discurso de un ministro de la vivienda o los edificios efectivamente construidos en su época, me fiaría de los edificios.
Pero esto no quiere decir que la historia de la civilización sea la historia del arte, ni mucho menos. Las sociedades bárbaras son capaces de producir grandes obras de arte; de hecho, el mismo carácter restringido de la sociedad primitiva presta una concentración y vitalidad peculiares a su arte ornamental. En algún momento del siglo IX debió ser posible mirar por el Sena abajo y ver la proa de una nave vikinga remontando la corriente. Vista hoy día en el Museo Británico, es una robusta obra de arte; pero a la madre de familia que intentaba establecerse en su pequeña cabaña le parecería menos agradable, tan amenazadora para su civilización como el periscopio de un submarino nuclear.
Se me ocurre un ejemplo todavía más extremo, una máscara africana que perteneció a Roger Fry. Recuerdo cuando la compró y la colgó, y ambos coincidimos en que poseía todas las cualidades de una gran obra de arte. Me figuro que la mayoría de la gente, hoy día, la encontraría más impresionante que la cabeza del Apolo de Belvedere. Sin embargo, durante los cuatrocientos años siguientes a su hallazgo, el Apolo fue la escultura más admirada del mundo. Habérsela llevado del Vaticano fue el mayor motivo de orgullo de Napoleón. Ahora está completamente olvidado, excepto por los guías de tours organizados, que han llegado a ser los últimos transmisores de la cultura tradicional.
Cualquiera que sea su mérito como obra de arte, no creo que quepa ninguna duda de que el Apolo encarna un estado de civilización más alto que la máscara. Ambos representan espíritus, mensajeros de otro mundo; es decir, de un mundo imaginado. Para la imaginación negra, es un mundo de miedo y tinieblas, dispuesto a infligir horribles castigos por la menor infracción de un tabú. Para la imaginación helenística, es un mundo de luz y confianza, en el que los dioses son como nosotros, sólo que más hermosos, y descienden a la tierra para enseñar a los hombres la razón y las leyes de la armonía.
Bellas palabras: pero no basta sólo con bellas palabras. Hubo mucha superstición y crueldad en el mundo grecorromano. De todos modos, el contraste entre estas imágenes significa algo. Significa que en ciertas épocas el hombre ha sido consciente de que algo de su propio ser –cuerpo y espíritu– escapaba a la lucha de todos los días por la existencia y a la lucha de todas las noches contra el miedo; y ha sentido la necesidad de desarrollar esas cualidades de pensamiento y sentimiento de modo que se aproximaran lo más posible a un ideal de perfección: razón, justicia, belleza física, todas ellas en equilibrio. Y ha conseguido satisfacer esa necesidad de diversas maneras: a través de los mitos, de la danza y el canto, de los sistemas filosóficos y del orden que ha impuesto sobre el mundo visible. Los frutos de su imaginación son también expresiones de un ideal.
Europa occidental heredó uno de esos ideales. Se había inventado en Grecia en el siglo V antes de Cristo y era sin duda la creación más extraordinaria de toda la historia: tan completo, tan convincente, tan satisfactorio para el espíritu y la vista, que duró prácticamente inalterado más de seiscientos años. Naturalmente, su arte se fue haciendo estereotipado y convencional. El mismo lenguaje arquitectónico, el mismo repertorio de imágenes, los mismos teatros, los mismos templos, se podrían haber encontrado en cualquier momento, a lo largo de quinientos años, en todo el perímetro del Mediterráneo, en Grecia, Italia, Francia, Asia Menor o el norte de Africa. Cualquiera que en el siglo I hubiese ido a la plaza de cualquier ciudad mediterránea difícilmente habría sabido dónde se encontraba, como sucede hoy día en un aeropuerto. La llamada Maison Carrée de Nîmes es un pequeño templo griego que podría haber estado situado en cualquier punto del mundo grecorromano.
Nîmes no dista mucho del Mediterráneo. La civilización grecorromana se extendió mucho más lejos: hasta el Rin, hasta los confines de Escocia, si bien para cuando llegó a Carlisle se había hecho ya más tosca, como la victoriana en la Frontera del Noroeste. Debe haber parecido absolutamente indestructible y, efectivamente, en parte no sería nunca destruida. El llamado Pont du Gard, un acueducto próximo a Nîmes, rebasaba materialmente la capacidad de destrucción de los bárbaros. Y quedó una masa ingente de fragmentos, de los que el museo de Arlès está lleno. “Estos fragmentos he rescatado contra mi ruina.” Cuando el espíritu del hombre reviviese, seguirían estando allí para ser imitados por los canteros que decoraban las iglesias locales: pero para eso faltaba todavía mucho tiempo.
¿Qué pasó? A Gibbon le llevó seis volúmenes describir la decadencia y caída del Imperio Romano, de modo que no voy a embarcarme en esa empresa. Pero la reflexión sobre este episodio casi increíble dice algo acerca de la naturaleza de la civilización. Muestra que, por compleja y sólida que parezca, en realidad es bastante frágil. Puede ser destruida. ¿Quiénes son sus enemigos? En primer lugar, el miedo: miedo a la guerra, miedo a la invasión, miedo a la peste y el hambre, que hacen que sencillamente no merezca la pena construir casas, o plantar árboles o ni siquiera las cosechas del año siguiente. Y miedo a lo sobrenatural, que significa no atreverse a poner en duda o cambiar nada. El mundo de la Antigüedad tardía estaba plagado de rituales sin sentido, de religiones mistéricas, que destruían la confianza del hombre en sí mismo. Y luego el cansancio, la sensación de desesperanza que puede acometer a pueblos incluso con un alto grado de prosperidad material. En uno de sus poemas, el poeta griego moderno Cavafy imagina a la población de una ciudad antigua como Alejandría esperando un día tras otro a que los bárbaros vengan y la saqueen. Al fin los bárbaros se marchan a otro sitio y la ciudad se salva; pero sus habitantes se quedan defraudados: habría sido mejor que nada. Naturalmente, la civilización requiere un mínimo de prosperidad material, lo suficiente como para tener un poco de tiempo libre. Pero en mucha mayor medida requiere confianza: confianza en la sociedad en que se vive, fe en su filosofía, fe en sus leyes y confianza en la propia capacidad mental. La forma en que están colocadas las piedras del Pont du Gard no sólo representa un triunfo de la técnica sino que demuestra una fe recia en la ley y la disciplina. Vigor, energía, vitalidad: todas las grandes civilizaciones –o épocas civilizadoras– han tenido un caudal de energía tras de sí. Se piensa a veces que la civilización consiste en la sensibilidad refinada, la conversación inteligente y demás. Tales cosas pueden contarse entre los resultados agradables de la civilización, pero no son las que la forjan, y una sociedad puede gozar de esas finuras y a pesar de ello ser mortecina y rígida.
Si se pregunta, pues, por qué se hundió la civilización de Grecia y Roma, la verdadera respuesta será porque se había agotado. Y los primeros invasores del Imperio Romano se agotaron también. Como sucede tan a menudo, parecen haber sucumbido a las mismas debilidades que el pueblo que conquistaron. Es equivocado llamarles bárbaros. No parecen haber sido particularmente destructivos; de hecho levantaron algunas construcciones realmente impresionantes, como el mausoleo de Teodorico: un poco pesado y megalítico en comparación con el pequeño templo de Nîmes –la baja cúpula está formada por un solo bloque de piedra–, pero al menos construido pensando en el futuro. Se ha comparado acertadamente a estos primeros invasores con los ingleses en la India en el siglo XVIII: gentes dispuestas a sacar del lugar lo que pudieran, que tomaban parte en la administración si ésta les pagaba por ello y despreciaban la cultura tradicional, excepto en la medida en que suministraba metales preciosos. Pero, a diferencia de los angloindios, crearon el caos; y en ese caos se introdujeron bárbaros de verdad como los hunos, que eran totalmente analfabetos y devastadores hostiles hacia lo que no entendían. No creo que se molestaran en destruir los grandes edificios que había repartido por todo el mundo romano, pero ni por un momento se les ocurrió la idea de conservarlos. Prefirieron vivir en prefabricados y dejar que lo antiguo se desmoronase. Desde luego, la vida debe haber seguido con normalidad aparente durante mucho más tiempo del que nos figuramos. Eso pasa siempre. Los gladiadores seguirían luchando en el anfiteatro de Arlès, se seguirían representando obras en el teatro de Orange. Todavía en el año 383 podía un administrador distinguido como Ausonio retirarse apaciblemente a su hacienda de las cercanías de Burdeos para cultivar sus viñedos (que todavía se llaman Château Ausone) y escribir alta poesía, como un caballero chino de la dinastía T’ang.
Continúa mañana.
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