Martes, 19 de febrero de 2013 | Hoy
Por Andrés Neuman
¿Quién se anima a nadar hasta El Cerrito?, preguntó Gabriela con cara de, no sé, de algo mojado y muy luminoso. Me imagino una galletita del tamaño del sol, una galletita enorme hundiéndose en el mar. Un poco de eso tenía cara Gabriela cuando nos lo preguntó.
¿Nadie se anima?, insistió ella, pero ya no puedo decir qué cara puso porque la vista se me fue más abajo. Su traje de baño era verde, verde como, no sé, ahora no se me ocurre ningún ejemplo. Era un verde clarito y la pieza de arriba pinchaba un poco por el centro. Gabriela siempre se reía de nosotros. Y tenía derecho, porque nos llevaba dos años o a lo mejor tres, era casi una mujer y nosotros, bueno, nosotros le mirábamos la pieza de arriba del traje de baño. Valía la pena que ella se riese de nosotros, porque sus hombros subían y bajaban y la tela verde clarita se le movía también por adentro.
Como nadie contestó, Gabriela se cruzó de brazos. Y eso fue lo malo, porque ya no se vio nada y tuvimos que mirarnos entre nosotros y notar nuestras caras de miedo al mar y de rabia por no poder estar a la altura de Gabriela. Una altura, no sé, de olas con mucho viento, como las que los tipos recorrían con sus tablas, y entonces nosotros nos dábamos cuenta de que solamente uno de ellos podría hacer feliz a Gabriela. Pero ella nunca les prestaba atención, y eso nos desconcertaba todavía más. Cada tarde Gabriela nadaba sola hasta El Cerrito, que era un peñón seco que quedaba dos kilómetros al este. Ahí no se podía ir. O se podía, pero no nos dejaban, porque era peligroso y además decían que ahí había cosas raras y hasta gente desnuda que tomaba el sol y de todo. Había que nadar fuerte y largo durante casi una hora para llegar al peñón, y nos asustaba un poco ver a Gabriela sumergirse, ver su cabeza apareciendo y desapareciendo hasta que se volvía, no sé, una boya, un puntito, nada. Ella iba hasta ahí, tomaba un rato el sol, según dos de nosotros sin la pieza de arriba del traje de baño, y según otros tres sin nada de nada, y al atardecer volvía en lancha, porque siempre había alguien que venía en lancha a la playa. No-sotros estábamos de acuerdo en que ésa era la peor parte de dejarla irse sola. A la ida estábamos seguros de que no iba a pasarle nada, ella era grande y rapidísima y nadaba perfecto y siempre sabía qué hacer. Además Gabriela era increíble flotando, cuando se cansaba se ponía boca arriba, con las piernas y los brazos abiertos, y se quedaba así, casi dormida, el tiempo que quisiera, como un sirena o, no sé, un salvavidas verde, y solamente le asomaban la boca, la nariz, los dedos de los pies. Y las puntas de la pieza de arriba del traje de baño. La vuelta desde el peñón ya era distinta, eso sí nos preocupaba, porque algún sinvergüenza, eso decía papá, algún sinvergüenza en lancha podía, no sé. Eso papá ya no lo decía.
Gabriela se burló y nos dio la espalda. En realidad yo creo que nos había preguntado por preguntar, ella sabía de sobra que ninguno iba a atreverse a nadar tan lejos. No sólo por El Cerrito, que daba miedo, sino por los castigos terribles que nuestros padres nos habían anunciado si se nos ocurría ir. ¿Y los padres de Gabriela? ¿Ellos sí la dejaban? Es curioso, porque antes de esa tarde nunca lo había pensado. Había supuesto que sí, o no había supuesto nada. Gabriela era alta, era rapidísima, ¿quién podía prohibirle algo a Gabriela? Cuando otra tarde más la vi acercarse a la orilla, cuando la vi moverse de esa forma tan, no sé, sentí algo tremendo ahí, entre el estómago y el esternón. Hasta que de repente Gabriela escuchó una voz, y yo escuché esa voz y descubrí que era la mía diciéndole: Te acompaño.
Era un calor ahí.
Gabriela se volvió hacia noso-tros sorprendida. Se encogió de hombros, la luz rebotó en ellos, no sé, como una pelota de playa, le rodó por los brazos y ella dijo simplemente: “Bueno. Vamos”.
Los demás me miraron, de eso sí estoy seguro, con más envidia que miedo, y hasta sospeché que alguno le iba a ir con el cuento a papá. ¿Estaba haciendo bien? Pero era demasiado tarde para dudar, porque el brazo tostado de Gabriela ya tiraba de mi brazo, sus vellos amarillos me llevaban hasta el mar, y sus pies y los míos hacían crujir las piedritas de la orilla, eso estaba pasando ahora y era casi imposible de creer. Entonces sentí que había nacido y aprendido a nadar y veraneado en esa playa nada más que para eso, para ver ese momento, y no digo vivirlo porque ese momento no me estaba pasando a mí, le estaba pasando a otro. Yo me veía dando las primeras brazadas detrás de las patadas de Gabriela, de los pies de Gabriela que entraban y salían del agua. Mis amigos gritaban, daba igual.
No sé cuánto nadamos. El sol nos cegaba, ya no se oían voces de la costa, sólo escuchábamos olas y gaviotas, sentíamos una mezcla de frío y calor, la corriente tiraba de nosotros y yo era feliz. Al principio, los primeros minutos, me había dedicado a pensar qué iba decirle a Gabriela, cómo debía comportarme cuando llegáramos al peñón. Pero después todo se fue mojando, como ablandando, no sé, mi cabeza también, y dejé de pensar y supe que era eso, que ya estábamos juntos, que estábamos nadando como si conversáramos. De vez en cuando ella volvía la cabeza hacia atrás para comprobar si la seguía, y yo trataba de mantener la cabeza bien alta y le sonreía tragando agua salada, para que Gabriela viese que yo podía seguir su ritmo, aunque en realidad no podía. Sólo paramos a descansar dos veces, la segunda porque yo se lo pedí, y me dio un poco de vergüenza. Ella flotó y me enseñó a hacer el muerto, me explicó qué había qué hacer exactamente con la barriga y los pulmones para ir suelto, así, como un colchón. A mí me pareció que yo flotaba mal, pero ella me felicitó y se rio como, no sé, y yo pensé en besarla y me reí también y tragué agua. Ahí decidí que, en vez de contarles a mis amigos cómo había ido todo, en vez de exagerar cada detalle, que era lo que al principio tenía pensado hacer, no iba a contarles nada. Ni una palabra. Sólo iba a quedarme callado, sonriente, ganador, con cara de entenderlo todo, como hacía Gabriela, para dejar que ellos se imaginaran cualquier cosa.
No sé cuánto nadamos en total, pero El Cerrito estaba cerca o parecía cerca. Hacía rato que habíamos parado por segunda vez, me sentía agotado, Gabriela estaba fresca. Yo ya no disfrutaba, ahora sólo tenía una misión, tenía que seguir, seguir, empujar con los brazos, la barriga, el cuello, todo. Por eso es tan difícil explicar qué pasó, todo fue muy rápido o muy invisible. Yo asomaba media cara cada dos brazadas, miraba de reojo el peñón y calculaba cuánto podía faltarnos, y para distraerme del cansancio me ponía a contar las patadas veloces de Gabriela y los golpes de mi corazón. Fue por eso mismo, por estar escuchando los pies de Gabriela, que me extrañó tanto parar un segundo, ver el peñón enfrente y no verla a ella. Simplemente ya no estaba. Como si no hubiera estado nunca. Giré varias veces braceando desesperado, sacudiendo la cabeza de un lado para otro. Me vi en mitad del mar, muy lejos de la costa, todavía lejos de El Cerrito, flotando en el silencio, sin rastros de Gabriela. Y me sentí, no sé, dos veces asustado. No sólo porque ahora estaba solo. Sino porque entendí que había estado un buen rato contando mis propias patadas.
Grité unas cuantas veces, grité como quizás había gritado ella mientras yo no la escuchaba o la confundía con las gaviotas, no sé. Pero gritar también me agotaba, me hacía doler el cuerpo. Y me di cuenta de que, si quería tener la mínima posibilidad de llegar al peñón, no había más remedio que callarse, calmarse, enfriar el terror y seguir dando brazadas. Avanzar y dar brazadas, nada más. Esta vez no conté, no pensé, no sentí nada.
Nadé hasta perder la sensación del tiempo, como si fuera parte del mar.
Cuando alcancé el borde del peñón, las olas me arrastraron sin apenas resistencia. Mi cuerpo era una cosa y yo era otra, no sé. De ese momento recuerdo poco. Me sentía mareado, casi no veía, el aire me faltaba tanto que no me salía por la boca, solamente entraba. La sangre iba a estallarme, mis brazos y mis piernas parecían vacíos o, no sé, un colchón pinchado. Tirado entre las piedras, escuché unas voces que se acercaban, vi o me pareció ver a varios hombres desnudos a mi alrededor, de pronto tuve ganas de dormirme, alguien me tocó el pecho, el sueño me ganaba, el aire empezó a salirme por la boca, hice un esfuerzo, abrí los ojos y, ahora sí, pensé en Gabriela, en que lo había logrado, en que por una vez había estado a su altura.
* Andrés Neuman es autor de las novelas El viajero del siglo y Hablar solos, del poemario No sé por qué y de los libros de cuentos El último minuto y Alumbramiento.
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