Martes, 19 de febrero de 2013 | Hoy
La playa es un espacio de deseo. Pero es, sobre todo, el escenario de lo que no sucede. Muchos hemos pasado parte de nuestra infancia o nuestra adolescencia espiando cuerpos vedados, conjeturando amores, suplicándole al tiempo. Quizá por eso una playa tiene algo de memoria disponible, de página desmesurada donde todo está aún por narrar.
Una vez, un verano, cierta chica de la que me había enamorado entró en el mar. Arquetípicamente, la chica era más grande que yo. Corrí detrás de ella y, sin que lo supiese, fui calcando en el agua todos sus movimientos. Si ella levantaba un brazo, yo levanta el mío. Un giro ahí, otro giro acá. Como una coreografía a distancia. Nadamos así, accidentalmente juntos, hasta que una manchita color verde se me acercó serpenteando entre las olas. Estiré una mano con precaución. Era algo mucho más vivo que un pez: la mitad superior de un bikini. Me volví de inmediato hacia mi amor conjetural. La divisé braceando en todas direcciones, con gesto contrariado. No parecía haber siquiera reparado en mi presencia. Sin dudarlo un instante, escondí aquella levedad dentro de mi propio traje de baño. Volví nadando rápido hasta la orilla, con una caricia ajena entre las piernas. Al cabo de un buen rato la vi emerger de nuevo, cubriéndose los pechos y riendo para alguien que jamás fui yo.
Esa no es la historia de este cuento. Pero de algún modo siento que aquella natación en parte imaginaria, y aquel fetiche verde con el que dormí todo el verano, siguen causándome una cosquilla muy parecida a eso que llamamos ficción.
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