Jueves, 23 de enero de 2014 | Hoy
Por Liliana Bodoc
El cuento por su autor
La figura de Jesús siempre me resultó fascinante.
Lo fue en mis tiempos de ateísmo ostentoso e impertinente, cuando creía que ser ateo era sinónimo de ser inteligente. Lo es hoy, en esta madurez confundida, contradictoria y, tal vez, asustada.
Como sea, el buen hombre dividió el tiempo. Quiero decir, lo escogieron como símbolo de la división del tiempo. Y eso, al margen de las conveniencias políticas y los asuntos de Estado que hayan mediado, no es para cualquiera.
Decidida a escribir la historia, lo siguiente era pensar desde dónde encararla.
Eso me resultó difícil, como seguramente les sucederá a los actores y actrices que deben encarnar personajes que, de una u otra manera, habitan en el imaginario colectivo: Evita, San Martín, Aquiles, Gardel... Porque los saberes son muchos y son muchos los arquetipos, porque vamos a referirnos a alguien que todo el mundo conoce o cree conocer.
La salida que encontré fue el narrador y, quizá, verdadero protagonista de esta historia... un perro.
Se trata de un cachorro que se pegó a las sandalias de Jesús durante sus años de prédica y hasta la cruz. Nada improbable si pensamos que se trataba de un hombre andariego y callejero que, además, era afecto a compartir su pan.
Elegí esta mirada porque no implicaba expectativa alguna de milagros, de poder o de eternidad.
Elegí para Jesús un compañero al que le importaba un pito que fuera hijo de un carpintero o de Dios.
Piense usted en su perro y me va a entender.
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