Miércoles, 5 de febrero de 2014 | Hoy
Por Carlos Gamerro
¿Qué puedo decir de este cuento? Eran los noventa. Era la noche de Buenos Aires. La noche, más que un momento del día, era un lugar. Una zona. “Lo conozco de la noche” era la frase habitual. Un lugar hecho de unos pocos focos o nodos conectados por una red de túneles o pasajes. O portales. El tránsito de uno a otro se borraba. También se borraba el día, que era apenas la espera de la noche siguiente.
Como el protagonista, me cuesta reconstruir esa época (otra década perdida, pero en el sentido de Scott Fitzgerald): sólo queda un puñado de imágenes, un calidoscopio, una serie de escenas discontinuas que no pueden armarse como relato. Las imágenes, eso sí, son bellas. La que mejor recuerdo, cuando recuerdo mi cuento, es la de las luces del tráfico y de los autos. Verdaderamente, hay pocas cosas tan hermosas en nuestro mundo, y sin embargo, hay poetas que siguen dale que dale con los rubíes y los diamantes. La literatura atrasa.
El cuento, supongo –ha pasado tanto tiempo– aspiraba a ser algo más que una viñeta costumbrista: quería ser, además, una indagación desganada –el entusiasmo era algo mal visto en la noche de los noventa, no era cool– en las condiciones en que se hace posible la experiencia de la belleza, y cómo ésta a la vez nos compensa y nos desarma. En ese sentido creo percibir, en el final, un eco de “Un leve ataque de langostas”, de Doris Lessing –que hace lo mismo, pero mucho mejor y con más ganas–.
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