Miércoles, 14 de enero de 2015 | Hoy
Por Esther Cross
Escribir este cuento me llevó muchos años. Suena trabajoso pero fue algo llevadero y tranquilo. Cada tanto le daba una oportunidad, como quien tiene un número de la suerte y le juega, no se daba y lo dejaba enseguida, en un gesto que puede interpretarse como una falta y una muestra simultáneas de paciencia y confianza. Así que no hablo de un esfuerzo sostenido, para nada. Me refiero más bien a ese cansancio que ataca al empezar y avisa que una todavía no está lista para algo. No tienen nada especial, ni la idea ni el cuento terminado, pero había algo especial para mí, por algo el cuento se escapaba y yo insistí. Es un cuento común y corriente, pero se nota que para mí tenía algo importante.
Sabía que tenía una nena con pesadillas y que todo pasaba en un campo, que la chica se perdía una noche y que hablaba de eso con el padre. Sabía lo que decían. Pero con eso no iba a ningún lado. Sabía tantas cosas que no sabía por dónde empezar. A lo mejor me faltaba ese compás de duda que va marcando la escritura o ese compás era tan amplio que anulaba todo, no sé.
Un día estaba escribiendo otro cuento, de esta misma serie –se llama Los que volvieron, y pasa en un campo, con tres hermanos chicos–, y el cuento pendiente se cruzó. Es un cuento de varias páginas pero lo escribí como si fuera corto; el timing fue ése.
Entonces, éste es un cuento que se escribió prácticamente solo. A veces pasa y a la gente le encanta decir eso. A mí también me gusta decirlo, pero la frase es engañosa porque tardó años en escribirse solo. Su automatismo, su independencia, se parece más a una transformación lenta y tranquila que a un flash. Fue una transformación lenta que terminó en un flash, a lo mejor. Lo escribí este año pero en realidad es viejísimo. Me acuerdo perfectamente bien de cuando tomé la decisión de escribirlo.
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