Jueves, 30 de diciembre de 2010 | Hoy
Un llamado de Sylvia Iparraguirre fue el desencadenante: me pedía un cuento para una antología del humor. Había pensado (me dijo) en “La sinfonía pastoral”, pero tal vez yo querría escribir algo especialmente para la antología. Ciertas presiones externas provocan en mí un estallido. Puede explicarse así: el universo, con sus infinitas vetas de lo-que-puede-ser-narrado, me provoca una especie de terror cósmico. A veces, un mandato interno bien fuerte clausura toda otra posibilidad y me pongo a escribir, pero cuando ese mandato falta, o se me oculta, los demasiados grados de libertad de lo narrable me provocan una especie de vértigo que termina pareciéndose a la parálisis. En cambio, si es un requerimiento de afuera el que se toma por mí el trabajo de circunscribirme el universo, puedo sin más trámite apuntar la energía y la imaginación hacia ese sector y entonces (y siempre que el encargo de afuera coincida de algún modo con un encargo de adentro) soy una fiera. O sea que recogí el guante. Acudí a mi registro mental de “cuentos que algún día voy a escribir”: situaciones que he vivido, cosas que me contaron o, simplemente, ocurrencias súbitas que, en su momento, han producido en mi cabeza el tintineo típico de acá-hay-un-cuento y que aguardan algún hecho afortunado que me saque de mi natural estado de ¿indecisión?, ¿haraganería? y me ponga en acción. El llamado de Sylvia, en este caso, fue el hecho afortunado.
Rastreé entre lo registrado las situaciones esencialmente cómicas. Brillaron dos: un episodio con un colchón y la noche del cometa, que ocurrió en el transcurso de la semana en que el cometa Halley pasó cerca de nuestro mundo. Para esa noche, los diarios anunciaban la cercanía inusual del cometa y un lugar de privilegio para el avistaje: la Costanera Sur. Por la proximidad con la Costanera (Ernesto y yo vivimos en San Telmo) varios amigos vinieron a nuestra casa para que emprendiéramos juntos la caminata hacia el espacio señalado. No voy a contar los pormenores de la excursión: varios de ellos están entretejidos en “La noche del cometa”. Sí voy a decir que, desde que cruzamos el puente, nos encontramos inmersos en un absurdo de comicidad imparable; que a la madrugada, casi exhaustos de tanto reírnos, terminamos comiendo tallarines en Pippo, y que, mientras comíamos, yo pensé que iba a escribir un cuento con los hechos de esa noche.
Volviendo a la historia, debo decir que, de entrada, elegí el colchón. Tal vez porque el episodio me resultó demasiado lineal, o porque no le veía la punta, la cuestión es que intenté varios comienzos y la cosa no fraguaba. Por descarte o por desesperación acudí al cometa. Una maniobra sencilla: sólo abrir un archivo nuevo. En esa época escribía con el nunca superado Word Perfect. Y ante la pantalla en negro, sin saber cómo iba a arrancar ni desde dónde iba a contar, escribí: “Del cometa sabíamos que...”. Debo decir que, habitualmente, encontrar la persona narrativa, la frase inicial y la música de un cuento suele implicar para mí un largo proceso de prueba y error; a partir del momento en que los encuentro, la escritura tiende a convertírseme en un acto dichoso pero, hasta entonces, soy pura búsqueda y distracciones. Esta vez, la cosa salió de entrada, así que todo iba marchando sobre rieles con el cometa. Salvo un pequeño accidente. A medida que avanzaba, y aunque los hechos cómicos de esa noche estaban (están) allí, yo iba percibiendo que el cuento tomaba por un derrotero no previsto y de comicidad dudosa. Que una presencia inesperada (y sin embargo insoslayable) se había colado por algún resquicio de los acontecimientos y amenazaba con quedarse.
A Sylvia tuve que darle “La sinfonía pastoral”. Y al asunto no previsto lo dejé nomás que se abriera paso. Sigue ahí, como una advertencia. O como un faro que alumbrara la vida con una luz que, hasta ese momento, había pasado inadvertida.
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