Martes, 15 de enero de 2013 | Hoy
Por Luciano Lamberti
Antes que nada: este es un cuento autobiográfico. Conocí realmente a la Feria, no en 1987 pero sí en esos años, cuando pasó por San Francisco (Córdoba) y mi abuelo me llevó, una noche de principios de verano. En la versión real tenía un nombre distinto, no me acuerdo cuál. Tampoco había enanos ni osos deprimidos, aunque sí un hombre de acero bastante parecido al del relato que levantaba ciento ochenta kilos en los brazos. Pensándolo bien, el oso sí estaba deprimido, ¿cómo no iba a estar deprimido? También había un gorila (o un hombre vestido de gorila, para un chico no hay diferencias) que sacudía con fuerza los barrotes de una jaula en una carpa a oscuras, una vuelta al mundo gigantesca, kilos de algodón de azúcar, una Casa del Terror. Mi abuelo había nacido en el campo, no sabía hablar con animales pero siempre me contaba de un método cruel para capar gatos, que consistía en meterlos en una bota y tirarles un chorro de alcohol antes de proceder a la extirpación. Los gatos salían corriendo y volvían después de una semana, curados por vaya Dios a saber qué método natural, pero desconfiados e irascibles por todo el resto de su vida. Con esos materiales del recuerdo, alguna que otra influencia literaria e incluso televisiva y la visión fantástica de un chico de nueve años el cuento se fue armando solo. Como a cualquiera, siempre me pareció que esas ferias y circos que aterrizan en pequeñas ciudades del interior después de haber andado por el mundo tienen un centro oscuro, un secreto. Develarlo, o por lo menos insinuar su existencia, es el propósito de este cuento. También mostrar la posibilidad de que esa mirada infantil del protagonista pueda sobrevivir a su crecimiento, a su matrimonio y a sus hijos. Cuando todas las otras fantasías se terminaron, ésa sigue intacta. Me divertí escribiendo este cuento y espero que a sus lectores les llegue algo de esa diversión, sean chicos con alas en la cabeza, abuelos que entienden el idioma de los animales o adultos que todavía recuerdan la oscuridad y la belleza de la niñez.
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