Sábado, 18 de febrero de 2006 | Hoy
Vladimir Nabokov comparó el trabajo del escritor con el de la Naturaleza. Dijo que la Naturaleza tiene un maravilloso sistema de engaños y sortilegios y que el escritor lo reproduce y actúa como un gran embaucador. ¿Usted se siente un embaucador?
–En la medida en que en algunos relatos he cultivado la picaresca, puede ser. Desde luego que en cuanto hay cosas inauténticas, pero que uno puede aceptar como verosímiles, el trabajo del escritor tiene mucho de embaucador, claro que sin una connotación moral represiva. Creo que Borges encontró una fórmula: dice que el autor escribe sobre lo que descree para hacer que lo crea el lector. Lo fantástico es así.
–Usted construye literatura fantástica con personajes carnales. ¿Por qué?
–Es la fuga de la realidad. A mí la realidad siempre me maltrata, me ha dado una vida bastante dura, atormentada. No se puede convocar a la irrealidad para que gobierne nuestra vida cotidiana, pero sí se puede buscarla como consuelo mediante los sueños. Y la otra forma de alcanzar la irrealidad es mediante la literatura fantástica. Entonces, ya no nos queda solamente el consuelo de la noche para soñar. Uno ingresa al cuento y puede llegar hasta el cuello en su ahogo, pero no se muere.
–¿Cuáles son las reglas del sueño?
–Reglas no tiene, sino características. Los rasgos del sueño son la incoherencia, la precipitación de los sucesos, a veces sin gobierno, los finales abruptos que lo dejan a uno con el sueño colgado y la espada sobre la cabeza. A veces, son anuncios tétricos de una visión sobrenatural.
–Su última novela Sombras nada más, se construye a partir de los sueños.
–Yo he tratado de darle una relativa forma novelística. El cauce mayor es una reunión de sueños para los que me ejercité escribiendo un par de cuentos y busqué lo que llamo el sueño inducido.
–¿Qué es?
–Creo que se puede llegar a soñar lo que uno quiera por una necesidad espiritual muy grande de evadirse hacia ese sueño o de reencontrar en él a una persona.
–¿Es una experiencia real?
–En algún momento tuve la impresión de que yo me había inducido y había conseguido hacer tales o cuales cosas en el sueño o provocar la aparición de tales o cuales cosas. En un cuento que traje de España relato la necesidad del reencuentro con mi madre fallecida y cómo se va transformando el paisaje o la cantidad de personas que ella frecuentaba, o sus visitas a mi departamento de la calle Fundadores. Y yo escribía de inmediato, como cuando viví en un bosque de New Hampshire, Estados Unidos. También soñé con mi padre, que se escapaba de la tumba y, como lo había hecho en vida, se dedicaba a perseguir mujeres y cometer infracciones. Y yo tenía que atarlo con una cuerda a la tumba para que anduviera pero no tanto, y yo pudiera educarlo, adoctrinarlo.
–¿En la vida de vigilia también siente que tiene un mandato de enseñar y adoctrinar?
–En política, la única participación que tuve fue una muy breve en el Partido Socialista de Alfredo Palacios y pensé que tantos milenios de trampas y miserias cambiarían si se daba una fuerte conciencia moral. También lo propugné como profesor.
–¿Piensa que tiene alguna misión?
–Hablar de misión sería demasiado grande. Yo lo llamaría preocupación ética que, creo, existe en todos mis libros.
–Me hace evocar una anécdota mencionada en un reportaje que le hicieron: decía que en su despacho de director del diario Los Andes tenía una botella de alcohol para lavarse las manos después de saludar a quienes venían a verlo.
–Es que las manos son una parte especial del ser humano, pero lo que uno toca y hace con ellas no siempre es bello. Los crímenes que se cometen con las manos, lo que se ensucia con ellas. Y... aunque no lo haga con las manos, su piel se contamina a tal extremo que la representación más descarnada es la de las manos. Es por donde recibe a la gente, o sea por la mirada y por las manos.
–Es una visión muy particular.
–Fíjese: cuando nos cruzamos con alguien por la calle, le adivinamos los designios con sólo observar dónde posa su mirada o qué frescura o limpidez tiene, o qué grado de condensación hacia la amargura o qué sedimentos de tristeza carga. La mirada indica todo eso. Y luego, la mano es corroboración de todo lo malo, porque suele ser un puño abierto.
–Es como mirar al hombre en posición hostil.
–Lo común es que el hombre se esté clavando las uñas para no clavárselas a los demás, no porque no quiera sino porque no se lo permite. En vez de destrozar al otro con la mano abierta, cierra el puño anímicamente, simbólicamente.
–¿El hombre tiene como condición usar las manos para dañar?
–Las manos como síntesis de toda la capacidad corporal. También usa los pies, sobre todo cuando está descontrolado. Cuando puede, guarda las formas y usa la palabra o las manos. Pero cuando está descontrolado, se vuelve animal de cuatro patas y da la patada.
–Usted ha admitido la ambigüedad: la agresión pero también la búsqueda del contacto con el otro por las manos. ¿Para qué se lavaba las manos con alcohol? ¿Para quitarse todo lo que del otro quedó posado en usted?
–En cierto modo sí. Pero creo que el alcohol lo usaba nada más que cuando había hecho un juicio severo sobre la mano que recibí, sobre la persona, que me parecía repelente en lo moral. No se olvide que el despacho del director de un diario suele ser un depositorio de acusaciones, de maldades y tormentos, y si a uno lo contaminan, a lo mejor lo siente en las manos. Además, había una razón práctica: el baño estaba en el otro piso y no tenía tiempo de lavarme con agua.
–Parece la ceremonia religiosa de expurgar el mal.
–Yo tengo un origen fuertemente religioso. Principalmente por mi padre, y también por mi tío que fue sacerdote. Siempre he sido cristiano y fui víctima de cristianos que no lo son.
–Usted ha buscado siempre la soledad, pero también le tocó vivir un encierro no voluntario.
–Pero fíjese que la prisión de un año y medio que sufrí entre 1976 y 1977 fue uno de los encierros más transitados que he tenido en mi vida. Estaba visitado de noche por los sueños –en realidad, por las pesadillas porque allí no era posible soñar diáfanamente–. Y de día, las requisas militares, los atropellos y la violencia eran mis visitantes. Por ejemplo, la tristísima noticia de que un compañero de pabellón se había suicidado colgándose con una toalla en la celda de castigo. Así que era una soledad demasiado visitada.
–¿Esa soledad no elegida cambió su carácter?
–Me parece que sí. En algunas situaciones me he vuelto una persona de mayor capacidad para mover sus antenas en la captación de lo malo y lo dramático. Y, de otra parte, el resarcimiento de aquella experiencia me ha facultado para gozar a veces de la alegría. Soy un lector infatigable de chistes.
–¿Qué siente que perdió a partir de su cautiverio?
–Primero, perdí transitoriamente la fe, aunque luego me recobré. Había perdido la fe que uno puede depositar en un poder sobrenatural, en un Dios que gobierna para el Bien y no para el Mal. Es que vi una crueldad y una maldad infinitas. Y perdí, entonces, la fe en mis semejantes. Ya no me hizo confianza nadie. Pero también perdí la fe en mí mismo porque me sentí culpable, no de las culpas que me atribuían los militares, que, si eran culpas, podían haberse sancionado por una ley de prensa y no en el marco inhumano al que me sometieron. No, yo tenía conciencia de otras culpas de conducta frente a los demás y entonces desconfié mucho de mí. Pero pude salir de eso.
–¿Pudo cerrar la experiencia dentro suyo?
–Yo pensé que los desvíos crueles e innobles no podían ser permanentes ni albergarse en la conducta y el sentimiento de todos los militares. Y como eran indistinguibles –el uniforme los mimetiza en una multitud– yo tenía que aplicar una indulgencia muy amplia con un sistema muy práctico: la ley del olvido. Apliqué el olvido a muchas acciones que cada vez que las recuerdo me hacen sufrir una barbaridad y al otro día me levanto con trastornos hasta en el sistema motor de las piernas. No es fácil aplicar esa regla porque las heridas son muy grandes. Pero, de momento no he levantado el dedo para acusar a nadie, aunque tengo en el fondo de mi memoria algunos nombres (llora).
–¿Esa intensa melancolía que usted siempre transmite es porque siente que no ha encontrado un proyecto nuevo de vida?
–No quedé sin proyecto. Mantengo el de tratar de ser escritor, aunque ese sería el más noble y el más general. También deseo ir reparando el daño que con mi detención le hice a mi familia, que quedó disuelta, aunque yo nunca fuera acusado de nada concreto.
–¿Qué atractivos encontró en el encierro voluntario del bosque de New Hampshire?
–Primero, el no tener ninguna preocupación económica. Porque fue la beca de una fundación para que yo hiciera lo que quisiera durante varios meses en medio del bosque. Tenía todas mis necesidades materiales cubiertas: al mediodía, una caperucita roja me traía una canastilla con el almuerzo. Yo escribía todo el día y al atardecer, con la puesta del sol, cenábamos en una mesa donde lo más común era el pavo asado. Porque New Hampshire no tiene ganado vacuno. Es una zona de coníferas que se prolonga hasta Canadá, pero con unas plantas de hojas grandes de un estupendo rojo carmesí en el otoño. O sea el fuego, los vientos y la luz.
–¿Usted vivía solo la mayor parte del tiempo?
–Vivía totalmente encerrado escribiendo lo principal de Sombras nada más. Soñaba mucho y tomaba inmediatos apuntes en la mesa de dormir.
–¿El cautiverio no le hizo tomar miedo a la soledad?
–No. Si uno llena la soledad, no le tiene miedo. Yo escribía y pensaba. Mi método de trabajo consiste en pensar un párrafo, descomponerlo en frases y, luego, repitiéndolas en voz alta para percibir la cadencia que les he impuesto, corregirlas para que tengan una adecuada sonoridad, pensando cómo le van a resultar al lector.
–¿Como un músico?
–A veces trato de establecer una prolongada melodía. Como la melodía central de la composición armónica. Otras veces, no, pero siempre me esmero para que las frases y las oraciones tengan una construcción armónica y, si es posible, con cadencia.
–Ultimamente, usted ha declarado que siente que perdieron calidad sus narraciones. ¿Qué ha sucedido?
–Es que había períodos, que no consigo recuperar, en que podía evadirme de la forma periodística para pensar en forma puramente literaria. Se me hace difícil, no sé si por la edad o por la vida amarga que llevo, pero me sale comúnmente la forma periodística.
–¿Qué es lo que realmente cambió? ¿Su prosa o la mirada que echa sobre su prosa?
–Francamente, no le he meditado.
–Usted fue periodista gran parte de su vida. ¿Hay un abismo entre periodismo y literatura?
–No, al contrario. El ejercicio del periodismo da una agilidad expresiva y una capacidad de síntesis muy diestra en saber distinguir lo principal de lo secundario. Eso es muy valioso para un escritor. Pero más importante todavía me resultó lo que dijo un escritor, que creo que fue John Steinbeck, sobre su aprendizaje en el periodismo y la fluidez que le había dado para describir la vida y los personajes en la literatura. Fue cuando le dieron un gran premio, que también contó que había sido cartero por muchos años y lo echaron porque le resultaba irresistible violar la correspondencia buscando historias que excitaran su imaginación de escritor.
–¿Podría decirse que el periodista es una categoría diferente de escritor?
–No es diferente. Esencialmente, el escritor es un periodista que no trabaja sobre el tema que sucedió hoy y hay que entregar esta noche para que se publique mañana. El escritor es un cronista, por momentos redactor, por momentos entrevistador. Es decir que varios aspectos de la profesión periodística están aglutinados en el escritor.
–Alguien dijo que es muy difícil que quien escribe regularmente por encargo no quede incapacitado para la literatura.
–Es difícil, pero yo tuve experiencias a favor y en contra. Por ejemplo, mi cuento “Caballo en el salitral”, que tuvo tan buenas consecuencias (premios internacionales, N. del R.) es el producto de una época donde yo trabajaba de sol a sol. Y lo escribí en cuatro horas de la madrugada.
–¿Cómo se inspiró para ese cuento donde casi no hay seres humanos?
–Fue una observación que hice a la hora de la siesta que, como usted sabe, en toda la zona de Cuyo, es el momento en que la ciudad se vacía. Al fondo de la calle Catamarca vi un carruaje de panadero estacionado. Me acerqué y observé el caballo atado, soportando todo el sol y sin comer, mientras que el carro rebosaba de panes. Me pareció absurdo que el animal estuviera atado a su alimento –aunque, claro, él hubiera preferido el pasto– sin poder comer. De ahí que lo pensara en el cuento llevando fardos y dando vueltas en el desierto desesperado de hambre sin saber que llevaba con él el alimento.
–¿Por qué escribió cuentos sin seres humanos?
–Porque me atropelló un desafío de Sabato. El anduvo por Mendoza hace muchos años y un grupo de amigos lo rodeamos para escuchar sus lecciones sobre tal o cual tema literario. Incluso, lo invitamos a nadar en un zanjón donde aprendimos cosas de la Naturaleza. Pasó un hombre con una gran bolsa y extrajo de ella unas ranas. Las excitó y los animalitos comenzaron a hacer una danza sexual que hubiera entusiasmado al autor del El beso de la mujer araña (Manuel Puig). Cuando Sabato concluía su estadía en la provincia, dio una conferencia sobre Madame Bovary, de Flaubert, y en un pasaje dijo que en toda novela no puede faltar el ser humano con sus sentimientos y su conducta.
–¿Usted pensó en una novela con objetos?
–Yo me quedé un instante quieto pero no me animé a replicar. Se me dibujó una contradicción en la mente. Yo vi como un cielo abierto –o cerrado– que descargaba una cantidad de granizo. Algunas de las piedras rompían una ventana, rodaban y golpeaban en su paso un vaso de agua. El vaso se iba sobre una carta escrita y el agua desflecaba la letra. La acción se completa sin que participe el ser humano. Fue por el cielo y el agua, los elementos de la Naturaleza.
–¿Y por qué sigue siendo literatura?
–Porque está escrito con algún estilo. Desde la composición al ordenamiento de los materiales hasta el encadenamiento de cada frase. Y, además, la belleza, la intensidad, el dramatismo o el agonismo que se ha puesto en cada pensamiento. Eso es literatura.
–¿Qué opinó Sabato?
–Yo escribí el cuento “El abandono y la pasividad”, pero como ya había partido hacia Buenos Aires se lo mandé por correo y le escribí: “Mire, Sabato, posiblemente una novela sin seres humanos no se puede hacer porque requiere más acción, la concurrencia de más episodios y la conflagración de los episodios, pero un cuento sí se puede”. Sabato, con su laconismo, que es de una maestría extraordinaria, me contestó: “La excepción confirma la regla”. Es decir que yo había conseguido escribir un cuento, pero no tenía razón.
–Usted ha dicho que uno de sus temas recurrentes es la provocación de la nada. ¿A qué se refiere?
–Hay que entenderlo de dos maneras: por un lado, es la búsqueda del auxilio de la muerte, por el suicidio. Entregarse a la nada por convicción –y en eso me aparto de la visión cristiana– de que después de la muerte no hay nada. En segundo lugar, que la nada se puede construir respecto del prójimo si se siente que él piensa de uno que es la nada. No en un sentido moral sino que no vale, que no existe, que lo “borran”. Es mejor vivir “borrado” cuando al existente lo meten en la cárcel, lo golpean y lo insultan. Pero en un sentido realista y moralista, la nada es también minimizarse, achicarse y eso puede implicar acobardarse. Entonces no lo acepto. Trato de ser valiente en la medida en que mi cobardía me lo permite.
–Hace ocho meses que está reinstalado en Buenos Aires. ¿Cómo le ha ido?
–Siento una gran frustración. Lentamente, estoy volviendo al exilio porque no me han ido bien las cosas. No puedo seguir poniéndole el hombro a una situación absurda. Fui llamado para venir aquí y ahora han dejado sin renovarme el contrato con el área de cultura oficial.
–¿Le dieron explicaciones?
–Me hablaron de “austeridad”. Salvo por mi modesto trabajo en la Casa de la Provincia de Mendoza, me resulta muy difícil sobrevivir. Y yo no sé qué hacer porque no tengo habilidades para otra cosa que no sea la cultura.
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