VERANO12

VIGILIA DEL ESCRITOR

El escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, fallecido el 26 de abril de 2005, Premio Cervantes, autor de la ya venerable Yo, el supremo, conversó extensamente con Página/12 en Asunción. Un repaso por sus largos años de exilio en la Argentina, su visión del Paraguay de aquellos días y las expectativas de un regreso a Buenos Aires que entonces era inminente.

–Lo único que me sorprende como un indicio positivo es la emergencia de las generaciones nuevas, y sobre todo en su aspecto femenino. Las muchachas. Recuerdo siempre que en las escuelas, en las de nivel secundario y también en la universidad, las únicas que hacen preguntas y bien audaces son las chicas. Tengo la impresión de que no les conozco la voz a los varones paraguayos. Pero se está produciendo una proyección de la juventud que a futuro promete. Es la única napa del país que puede dar cierta esperanza. Uno ve la acción política dominada por comportamientos muy arcaicos. Yo creo que en verdad todos los paraguayos estamos dominados por el morbo fascista que dejó Stroessner, y creo que esto va a llevar varias generaciones para que se produzca el drenaje. Algunos compatriotas míos se entusiasman pensando que va a ser más rápido, pero yo soy muy desconfiado, y creo que por eso no milito en política. Es cierto: el hecho de que se haya podido hacer una nueva Constitución que permita investigar y apresar a altos jefes del ejército es increíble en una sociedad enferma como ésta, pero en un país pobre la corrupción como un medio legítimo de enriquecimiento es altamente contagioso.

–En su caso, además de las circunstancias políticas, ¿piensa que también sus necesidades como escritor lo hubieran alejado de acá?

–Es que solamente a partir de mi salida de aquí pude relativizar mi experiencia como escritor. El exilio fue enormemente útil, sobre todo en Buenos Aires, porque nos abrió un medio cultural que estaba muy por encima de nuestras posibilidades de absorción. Era posible formarse en Paraguay, pero de una forma muy fragmentaria y anárquica. No había posibilidades de lecturas de investigación. La lectura de los clásicos yo pude hacerla porque al venir del campo, donde vivía con mis padres, fui a dar a casa de un tío obispo que tenía todos los clásicos españoles.

–¿Era una formación privilegiada?

–Sí, desde ya, además el hecho mismo de pertenecer a una familia de la pequeña burguesía asunceña, que por razones económicas tuvo que ir al campo. Yo pasé toda mi infancia en pleno campo, en una parte bastante salvaje. Pero fue una experiencia inolvidable. Es lo que le pasa a la gente escindida en dos vertientes. La de la casa era cerrada y con padres relativamente cultos, una madre cantante, que cantaba por afición, pero que además era lectora de Shakespeare, y eso en un pueblecito salvaje del Paraguay era decididamente absurdo, una cosa de Ionesco. Yo pude leer todas las obras resumidas de Shakespeare y eso me empezó a sacar de esa mediocridad tremenda de lecturas, de formación, en la que se estaba entonces y en la que se está todavía. Una de las pruebas concretas de esto que digo es que cuando comencé con el proyecto de Fundalibro Cervantes hice una encuesta que buscaba descubrir ese factor X del tiempo libre que es el que permite leer. Y el famoso factor del tiempo libre no existe en Paraguay. Hay un hecho concreto, que también se confirmó en esta encuesta, y es que, estadísticamente hablando, la cantidad de lectores de literatura –aunque hubo un avance de las obras de política por las ebulliciones de estos años– se mantiene igual desde hace cincuenta años.

–Volviendo a su etapa formativa, ¿cómo lo impactó esa mayor complejidad que ofrecía el campo cultural de Buenos Aires?

–Yo recalaba frecuentemente en la SADE, y ya de viajes anteriores había conocido a Ernesto Sabato, que fue uno de mis primeros amigos aquí, incluso tenía un taller de escritores que una vez, por un viaje que realizó, me lo legó a mí, con todos sus archivos. Usted hablaba de amores y odios, pero yo siempre encontré en los intelectuales argentinos una voluntad de fraternidad. Esa famosa acusación que se hace al porteño de ser hostil al intruso, a los “afuerinos”, no era así. Lo que yo sí percibí fueron ciertas actitudes cuando iba al interior –iba mucho a Salta– a recuperar la temperatura rural. Había un resurgimiento del trabajo poético coincidente con un rencor muy hondo hacia Buenos Aires porque les resultaba inaccesible. Después estaban los que sí tenían entrada en Buenos Aires, como Antonio Di Benedetto o Héctor Tizón.

–Además de la cuestión literaria también estaba la realidad de los exiliados políticos. ¿Qué lazos mantenían entre ustedes?

–Imagínese que cuando se produjo la revolución civil-militar en 1947 nos empujó a un millón de paraguayos al exilio, y eso nada más a la Argentina. Incluso circulaba por allí un chiste que decía que Buenos Aires era la ciudad paraguaya más poblada. Nos sentíamos desde luego obligados a formar una oposición, incluso hubo varias tentativas de guerrilla que fueron todas fracasadas, un cargamento de armamentos que traía un aviador que había luchado en la guerra del Chaco y capotó en Corrientes, un cañonero que estuvo medio bloqueado en Buenos Aires. Luego nosotros teníamos nuestras reuniones, porque no digo que hubiera una gran libertad, pero sí un espacio más apacible. Nuestro puesto de comando era el bar Berna de Avenida de Mayo y Sáenz Peña, pero a lo largo del tiempo eso se fue diluyendo porque evidentemente la dictadura de Stroessner se consolidó y también entre nosotros empezó la acción nefasta del miedo. Había lazos también para conseguir los trabajos y poder mantenerse.

–Finalmente Europa llegó, aunque nuevamente de la mano de una experiencia de exilio.

–Fue una constelación de circunstancias. Yo fui contratado como profesor asociado de la Universidad de Toulouse, en el Departamento de Español que incluía el área de literatura latinoamericana. Eso fue en el ’76, cuando aquí comenzaban los secuestros. Yo tenía noticias de que me habían implicado porque Yo, el supremo, que había salido en el ’74, se leía bastante en Devoto entre los presos políticos, que lo tomaban como material de estudio sobre el poder, y supe que se habían secuestrado ejemplares.

–Su novela Vigilia del almirante vino después de muchos años y de la mano de viejos apuntes sobre Colón y el descubrimiento. ¿Tuvo peso la polémica que se armó este año a raíz del V Centenario?

–Yo había hecho lecturas, tomado notas hace más de cuarenta años. Tuve una larga interrupción cuando me di cuenta de que este personaje no tenía carnadura dramática. Colón es un pedazo de mampostería humana que comienza y termina sin cambios. Había que inventar un Colón nuevo, que era la posibilidad que más me atraía a mí. El proyecto quedó abandonado, después vino el exilio y francamente se me había ido de la cabeza. Pero esta polémica alrededor del Quinto Centenario me animó. Creo que hubo una serie de malos entendidos y que le dieron al debate un carácter que nada tenía que ver con una revisión crítica de los acontecimientos. Los autores de la polémica son descendientes de extranjeros o de mestizos, y los mestizos fueron los peores expoliadores de los indios. Se atacó la parte más débil, porque cien millones de vidas humanas no se reponen en ningún holocausto. En este punto no hay polémica posible. Lo que sí se olvidó es que, en dos cumbres, Estados y gobiernos acordaron que había que reparar el daño ante quinientos años de desencuentros, y hacerlo a través de los sobrevivientes indígenas que viven como nómades en su propio territorio. Se trazaron líneas definidas, pero falta ponerlas en práctica, porque las declaraciones caen en el olvido si no hay una voluntad política detrás, desde ya.

–Usted anunció hace poco su intención de concluir tres novelas que estaban en camino y detenidas. Me comentaba también de la gran expectativa que le produce su retorno a Buenos Aires. ¿Está cerrando ciclos?

–Uno se vuelve doblemente gringo, pero el lugar que me marcó definitivamente es Buenos Aires. Creo que esta ausencia tan larga se debió a una especie de temor a encontrarla demasiado cambiada a la que conocí. Ahora quiero hacer esta experiencia de ir no solamente por la presentación del libro sino porque secretamente yo confío en que voy a volver a vivir allí. Es parte de la libertad que uno va adquiriendo a una edad como la mía, con tres uniones, con algunos hijos ya mayores y otros tres hijos pequeños. Yo mantengo las mejores relaciones con mis hijos mayores y también con mis dos mujeres anteriores. Creo que el afecto va por encima de las pequeñas escaramuzas de siempre. Mi mujer ahora sabe que yo tengo una gran necesidad de salir de Francia. El problema es complicado por los estudios de los hijos y por ella misma, que enseña en la Universidad de Toulouse también. Pero yo he cumplido mi ciclo ahí, ya no tengo nada que hacer. Se me plantea entonces a dónde ir, y ese lugar tampoco es Paraguay. Podré viajar, para mantener mi contacto con la campaña de los libros, pero hay impulsos muy íntimos que hay que seguir. Y el mío está orientado a Buenos Aires.

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