Sáb 15.11.2003

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Un “Domingo sangriento” que llegó para revitalizar el cine político

La película ganadora del Oso de Oro en Berlín es un crudo relato semidocumental de la represión inglesa en Irlanda del Norte.

› Por Horacio Bernades

“Sunday, Bloody Sunday / La batalla real acaba de empezar”, canta Bono con la voz más desgarrada que nunca, en uno de los temas más populares de U2. La batalla en cuestión tuvo lugar el domingo 30 de enero de 1972 en Londonderry, Irlanda del Norte. Y no fue de las más parejas: según las crónicas, ese día las armas estuvieron de un solo lado. Del lado de las fuerzas armadas inglesas, que convirtieron una manifestación por los derechos civiles en una caza del hombre. El saldo: 14 muertos y varias decenas de heridos, todos ellos civiles. Bloody Sunday es el título de un film británico que reconstruye los hechos de ese día y que, en términos de exhibición, tuvo un atípico recorrido.
Producida entre otros por Jim Sheridan (realizador de En el nombre del padre, que también trataba del conflicto en Irlanda del Norte), la película se pasó primero por la televisión inglesa y recién después accedió a un limitado paso por los cines, a fines del 2001. Pero sucede que a comienzos del año siguiente el film compitió en el Festival de Berlín, uno de los tres más importantes del calendario cinematográfico anual. Y ganó. Se llevó el Oso de Oro, premio mayor de ese festival, ex aequo junto con El viaje de Chihiro. En la Argentina, el sello AVH la edita ahora directamente en video, con el título Domingo sangriento. Dirigida por Paul Greengrass, realizador de antecedentes sobre todo televisivos, y con un elenco sin nombres famosos, el gran acierto de Domingo sangriento es su estilo semidocumental, que lleva a vivirla casi como si se tratara de una filmación en vivo y en directo. De allí que se la haya comparado, con cierto exceso, con esa obra maestra del cine político más urgente que es La batalla de Argelia.
Autor también del guión, Greengrass circunscribe la acción a un tiempo y lugar precisos: las inmediaciones del Derry irlandés durante ese luctuoso día de enero. Adoptando una estructura coral y renunciando explícitamente a delinear “personajes” en un sentido clásico, Greengrass individualiza, dentro del conjunto, unas pocas figuras emblemáticas. Uno de ellos es un muchacho que viene de cumplir una pena en prisión y terminará fusilado por las fuerzas inglesas de ocupación. Del otro lado, el general Ford, jefe del operativo de represión, y algunos de los oficiales de la cadena de mando. Pero si hay alguien que tiende a asumir un rol protagónico, ese es Ivan Cooper, parlamentario protestante que –teniendo a Martin Luther King como modelo– apuesta por la vía pacífica para la solución del conflicto.
La cámara sigue los nerviosos movimientos de Cooper durante todo ese día, desde que anuncia la celebración del mitin hasta que, en conferencia de prensa posterior a la masacre, reconoce entre lágrimas la derrota de su proyecto y carga sobre las espaldas de la corona la responsabilidad por los hechos y el espiral de violencia que sin duda sobrevendrá. Enormemente vívida, Domingo sangriento pone al espectador en un lugar activo, casi como si fuera el portador de esa cámara que se inmiscuye en cada rincón del barrio. No se trata del movimiento vacuo de tanto cine contemporáneo sino de un desplazamiento físico que ayuda a entender el desarrollo de los hechos y el desenvolvimiento de las distintas fuerzas en conflicto. Estrictamente fáctica y sin ceder jamás a la más mínima tentación demagógica, manipulativa o sensiblera, la película de Greengrass contrapone la organización del acto con la estrategia represiva de las fuerzas inglesas. Entre ellas, los miembros del cuerpo de paracaidistas, que se salen de la vaina por vengar a algunos camaradas muertos en anteriores enfrentamientos. Tras presionar a sus superiores para dar la orden de ataque, terminarán haciéndolo, aunque lo más agresivo que tienen enfrente sea medio centenar de jóvenes con piedras en la mano.
Al elegir como punto de vista el de Cooper, parece claro que los realizadores lamentan, como aquél lo hará, la inevitable militarización y escalada violenta del conflicto. No por nada, dentro del campo irlandés los únicos que desautorizan los esfuerzos del político por evitar derramamientos de sangre son un par de militantes del IRA, que se mantienen vigilantes en las inmediaciones de la marcha. No debe pensarse que eso lleva al realizador a incurrir en una versión irlandesa de la teoría de los dos demonios. Está bien a la vista que las fuerzas británicas, fusiles en mano, cargan contra varios miles de civiles desarmados, que sólo ejercen su derecho a manifestar contra la ocupación.

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