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“Uno, dos, tres”, con el sello de Wilder y en tiempos de Guerra Fría
Se editó en video una gema perdida de la rica filmografía del cineasta estadounidense, con un notable James Cagney como protagonista.
Por Horacio Bernades
“¿Quiere un cigarro?”, invita el burócrata soviético al gerente de la Coca-Cola en Berlín. “Son cubanos, se los cambiamos por cohetes.” El gerente enciende el cigarro, da una pitada y lo escupe, asqueado. “¡Son una porquería, estos cigarros!” “¿Y qué, usted cree que los cohetes son buenos?” Es una escena de Uno, dos, tres, la comedia sobre la Guerra Fría que Billy Wilder filmó en 1961 en Berlín, con los alemanes orientales levantando el Muro mientras el equipo de filmación rodaba, frente a la Puerta de Brandeburgo. Todo un fracaso en su momento (“lo que podía ser gracioso cuando empezamos a rodar, cuando terminamos, con Alemania dividida, ya no lo era”, declaró Wilder), la película no volvió a verse en la Argentina –salvo alguna aislada exhibición por cable– desde el momento de su estreno. Editada por el sello Epoca, desde hace un tiempo circula en video, en una copia que le hace honor al blanco y negro y respeta el formato scope del original.
A comienzos de los ‘60, Wilder atravesaba un gran momento. Venía de completar, al hilo, dos de sus obras mayores: Una Eva y dos adanes y Piso de soltero. En ese momento recordó una vieja pieza de boulevard escrita por el comediógrafo Ferenc Molnár, que había disfrutado mucho durante su estreno en 1929, cuando el realizador de El ocaso de una vida aún vivía en Viena. Aquella obra se llamaba Ein, Zwei, Drei y era una sátira a varias puntas, sobre un frenético capitalista cuya joven huésped, hija de un encumbrado cliente, no tenía mejor idea que casarse con un taximetrero socialista, poniendo la carrera del protagonista en la cuerda floja. Wilder se reunió con su brazo derecho, el guionista I.A.L. Diamond, juntos barrieron con todos los diálogos y aggiornaron la trama, ubicándola en el Berlín contemporáneo. El capitalista vienés había pasado a ser un funcionario de la Coca-Cola llamado McNamara (igual que el secretario de Estado de Estados Unidos) y el taxista, un ardoroso militante stalinista. Algo así como filmar, hoy mismo, una farsa sobre israelíes y palestinos, o sobre Al Qaida. La realidad hizo el resto, y cuando Uno, dos, tres llegaba al fin del rodaje, la Guerra Fría ya tenía su monumento mural, levantado justo detrás de la Puerta de Brandeburgo.
“Esta pieza debe interpretarse molto furioso, con un tempo de disparo rápido, vertiginoso. Velocidad sugerida: 160 km por hora en las curvas; 220 en las rectas.” Así dictaminaba un cartel estampado en el guión de Uno, dos, tres, y viendo la película se nota que todos los actores le hicieron caso. James Cagney, más que nadie. En un golpe de audacia, en lugar de Jack Lemmon (que venía de consagrarse con las dos películas anteriores), a Wilder se le ocurrió ofrecerle el protagónico a quien toda su vida hizo de gangster (aunque ya antes, Cagney había cantado y bailado en comedias musicales). Un gangster como gerente de la Coca-Cola es un típico comentario wilderiano, reforzado por el hecho de que el tipo se comporta como un verdadero dictador. Ante cada una de sus órdenes, gritos o gruñidos, su esposa se inclina y asiente: “¡Ja, Mein Führer!” El estilo hipercontracturado de Cagney (“Relajarse, jamás”, era su leitmotiv de toda la vida) le sienta a la perfección al personaje, y a ese tempo molto furioso que el director ambicionaba para la película.
Tan furiosa, en verdad, que puede llegar a hacerse agotadora: como de costumbre en Wilder, Uno, dos, tres no deja títere con cabeza. El asistente alemán de McNamara golpea sus tacos marcialmente cada vez que aquél lo convoca a su despacho. Los empleados se levantan y adoptan posición de firmes cuando el jefe entra a la oficina. La hija del mandamás de la Coca se va una noche de farra al lado oriental y vuelve casada con un comunista... y embarazada. Al militante, miembros de la Stasi lo torturan haciéndole oír El bikini de lunares amarillos. Los tres burócratas enviados por el Kremlin están dispuestos a traicionar a su país y huir a Occidente, nada más que para pasar una noche con la bomba rubiaque McNamara tiene por secretaria y amante. Y así sucesivamente, hasta redondear un panorama tan desolador como en todo auténtico Wilder. Mientras tanto y según hace saber una voz en off, las muchedumbres de detrás de la cortina “practican su rutina diaria: desfilar”. “Kennedy nein, Castro ja”, dicen las pancartas que portan los manifestantes, militarmente encolumnados, mientras el inescrupuloso McNamara –digno héroe wilderiano– urde toda clase de mentiras, trampas y engaños.