Lunes, 29 de noviembre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Acaban de producirse dos grandes reconocimientos. La diferencia es que en un caso la aceptación es al menos implícita. Y en el otro, directamente negada.
Que se haya aceptado recurrir al Fondo Monetario para redefinir la forma en que Argentina mide la inflación es algo que hace ruido. Un primer registro sería que si provoca ese efecto es porque ya estábamos desacostumbrados a que el maldito Fondo se metiera con lo decidido puertas adentro, o que lisa y llanamente lo condujera. Una segunda observación, de haber la mínima honestidad intelectual que por estos pagos no existe porque sólo se trata de sacar provecho de cualquier circunstancia, es que quienes examinan o cuestionan la idea deberían ponerse de acuerdo sobre cuál medida les calza bien: si el Gobierno no se sienta a la mesa del establishment financiero internacional, continúa aislándonos del mundo y privándonos de crédito; pero si lo hace, así sea para un objetivo puntual no generalizado, exhibe su debilidad a la derecha y a la izquierda. Amado Boudou cometió otro error en ese terreno comunicacional donde parece asesorarlo Luis Barrionuevo. Decir “no nos bajamos los pantalones”, aun cuando uno crea que es cierto, es igual a afirmar que se confía en la Justicia frente a acusaciones de corrupción, o que no se conoce a los barrabravas del club. Esa frase es propia de colgarse los once del travesaño. No es de fortaleza. Pero, en fin, apártense las consideraciones de efectismo y váyase al hecho objetivo. El Gobierno admite, más oficial que oficiosamente y como ya venía haciéndolo en la pauta indicada para las paritarias, que la inflación es de dos largos dígitos anuales. Que acepta su error; o que ya es tiempo de modificar, de alguna manera, la táctica de un aumento de precios dibujado capaz de cortarles el chorro a inversores y usureros varios, porque la ganancia de sus bonos se les hincha con la inflación.
Según la opinión del firmante, sin embargo, la jugada es engañosa. La actividad económica argentina, de expansión creciente, demuestra que se puede vivir y crecer con una inflación alta, y de números oficiales ficticios. La crema empresaria local nucleada en el Grupo de los Siete lo escuchó de boca de un Premio Nobel de Economía, Paul Krugman, de visita en el país para la reunión anual de la Cámara de la Construcción. “La inflación es un tema a resolver pero no traerá consecuencias dramáticas”, les dijo Krugman en la cara para añadir que, si es por buscar situaciones complejas, mejor que se fijen en Portugal, Irlanda, España y hasta los Estados Unidos. La falacia no afecta lo real, en otras palabras. De la misma forma en que el Gobierno ganó tiempo anunciando que consensuaría con los especialistas universitarios un índice inflacionario certero, ahora hace lo mismo con el Fondo. Lo diferente es que el cambio o agregado de interlocutor no genera igual sensación. Pero lo cierto es que el oficialismo desarma a la derecha, porque “vuelve” al FMI a negociar; y sabe que por la izquierda no hay nada creíble para desarmarlo. Lo hace además en el pico de popularidad de Cristina y mientras la oposición se desgaja en un espectáculo, vergonzoso, al que se le pone alguna lupa líneas adelante. Si no, ¿cómo se entendería que el Gobierno recurra al paraguas del Fondo justo en este momento, cuando el descrédito de ese organismo es universal y se caen a pedazos todas las vacas sagradas que eran el símbolo de la posmodernidad liberal? Claro que ésta es una interpretación subjetiva. Lo imparcial es que la jugada sorprendió más para mal que bien, y que no debería haberse llegado hasta aquí. Entre los jirones que quedaron en el camino está haber pulverizado la credibilidad histórica del Indec, lo cual es un arma de doble filo porque, así como en tiempos de bonanza puede parecer un hecho aleatorio, si esos tiempos cambian se convierte en un boomerang de difícil retorno.
El problema más grande es qué ocurre, si de introspección, asentimientos y confianza se trata, al pegarse una vuelta por la vereda de enfrente. El conjunto opositor renovó en estos días la imagen implosiva que ya había terminado de revelar la semana anterior. Se llegó al punto de que la dirigencia antikirchnerista sufra durísimos cuestionamientos del diario La Nación, que, finalmente, se rindió ante la evidencia de que con esas figuras, hasta donde hoy da la vista, no puede llegar ni a la esquina en defensa de sus intereses de clase y sector. Algo de eso fue percibido ya en Clarín de ediciones casi inmediatamente previas, para pasar a tomarse, nada más, del impresentable Ricardo Jaime como única teta de un lechón que no tiene cómo engordar. Hubo la ratificación de que ni siquiera saben articular armonía parlamentaria, al ir derechito al matadero en la votación sobre algunos temas que eran su única razón de existencia propositiva (modificar cómo se integra el apasionante Consejo de la Magistratura, limitar superpoderes). Dejaron en manos mediáticas amigas que Cristina votó contra el Presupuesto de 2001, contradiciendo su prédica actual de no dejar sin cuentas al responsable de administrar. ¿Puede compararse la estimación de gastos de un gobierno como el de De la Rúa, al borde del derrumbe y cuyas cifras proyectivas comprometían más aún a un país exangüe, con las de uno que corrigió los desequilibrios fiscales tan caros al discurso de derecha? ¿Se puede ser tan cínico, tan escabroso, tan falaz? Sí, se puede. Por eso ponen todas las fichas en Jaime. Y en relación inversamente proporcional, si es por corruptela (más asesinato, eso sí) les retrucan con Pedraza cercado. Altura del análisis en la que cabe convidar a pelota contra el piso, para advertir que en nada de este toma y daca se juega cuestión de fondo que no sea una oposición necesitada como el agua de una María Julia del kirchnerismo; y que éste se dispone a estimular la entrega de cabeza de uno de los que emblematiza a la patota sindical que hay que sacarse de encima, casi como último objetivo para concluir el trabajo de reconquistar clase media reacia.
Ahí vamos. Ser comentarista de “la realidad” suele o puede no tener contacto con las necesidades y contradicciones del ejercicio del Poder, ya fuera que éste se escenifica en cómo lo implementa el oficialismo o en cómo lo construye la oposición. Pero hay un elemento distintivo. Lo ejecutado por una fuerza al mando, cualquiera sea y mucho más si lleva un largo período de conducción, es constatable y contrastable con el camino general de lo que produce. Mientras haya dos dedos de frente y no el análisis arrebatado de juzgar una actitud o disposición, de la que se toma el todo por la parte, se juzga, debe juzgarse, en medio de un balance global. Quienes se oponen o dicen resistir a ese-este rumbo tienen doble trabajo: ser consistentes en la denuncia y dar garantías de que serían mejores en el timón, nada menos que del país. ¿Las dan?
Un alto referente del empresariado vernáculo decía, hace pocas horas: “Cuando se apagan los micrófonos, todos los que vivimos llorando aceptamos estar ganando más guita que nunca; pero ponele que no fuera así. ¿A quién querés que votemos? ¿A Macri, a Carrió, al hijo de Alfonsín, a Duhalde? Son una lágrima. No existen. No- sotros necesitamos alguien que conduzca, aunque sea en contra”.
A confesión de partes relevo de pruebas, se llama eso.
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