Un
país que compra más de lo que vende, gasta más
de lo que recauda y carga con el fardo de la deuda acumulada necesita
que ingresen capitales para que el balance externo le cuadre. Sabiendo
esto, la política del nuevo equipo económico corre
detrás de dos prioridades: reducir mediante el ajuste (más
impuestos y menos gasto público) el agujero a tapar, y utilizar
esta medida de contracción como una señal que atraiga
más fondos hacia el país. Así visto, el ingreso
de capitales es un parche, que permite evitar un violento ajuste
recesivo de la economía y resuelve lo más urgente.
No sirve para cambiar, sin embargo, la tendencia de mediano plazo,
que desde mediados de los 90 viene mostrando el derrumbe de la confianza
en el poder transformador de las llamadas reformas estructurales.
En abstracto, el ingreso de capitales es como una inyección
de vida, que se derrama por todo el organismo. Pero, en concreto,
es un flujo de fondos que se deposita en algunas opciones de inversión
y desecha otras. La Argentina, como destino de la liquidez que sobra
en el mundo, paga más por el dinero como condición
para atraerlo, pero no necesariamente lo vuelca en actividades cuya
rentabilidad sea tan alta que puedan realmente afrontar esa sobretasa.
Al no ocurrir esto, el país vive en una fuga hacia adelante,
teniendo cada año que pedir más plata que el anterior
para no caer en insolvencia.
Si el capital ingresado se usa para pagar gasto público improductivo
o más servicios privados (socialmente improductivos también)
dirigidos al saturado mercado interno, los que a su vez generarán
más demanda de importaciones, esa afluencia de recursos sólo
convalidará la misma tendencia de los últimos años.
Lo que por ahora no se perciben en el paquete de decisiones del
nuevo equipo económico son esos golpes de timón que,
aunque sea asumiendo riesgos, alteren el rumbo de la nave, que ya
está entrando en zona de témpanos.
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