El ajuste permanente
En
los últimos cinco años, desde el Tequila a la fecha,
se han propuesto cuatro ajustes de recorte de gastos y aumento de
impuestos para cerrar la brecha fiscal. Y el que se está
debatiendo en el Congreso no será el último. Semejante
afirmación no es producto de una predicción de alguna
tarotista o de una señal divina que ilumina el porvenir económico.
Más bien responde a la debilidad que muestra la estructura
de gastos e ingresos de las cuentas públicas, que mientras
no se modifique su actual dinamismo condena a la economía
a un ajuste permanente. El polémico proyecto impositivo y
el Presupuesto del 2000 no rompe con esa lógica que favorece
a los sectores más concentrados beneficiados por el modelo.
Si bien la reforma tributaria no es igual a las últimas,
puesto que avanza en ciertos aspectos de progresividad, esas mejoras
han sido en el margen, sin tocar los privilegios del sector de más
altos ingresos y de los grupos económicos.
La actual situación fiscal está dominada por una perspectiva
de ajuste perpetuo. Por un lado, un déficit creciente generado
por el sistema previsional, al bajarse los aportes patronales y
al desviarse fondos al régimen de jubilación privada.
Por otro, un incremento constante de los pagos externos. Entre 1991
y 1999 el gasto corriente (sin intereses) y los ingresos corrientes
crecieron en una misma magnitud (casi se duplicaron), dejando un
leve superávit primario. Pero éste resultó
insuficiente para compensar el fuerte aumento de los intereses de
la deuda, que subieron dos veces y media, al pasar de 3200 a 8200
millones de dólares en ese período. Entonces, todo
aumento de la recaudación, limitada por la regresividad tributaria,
no alcanza a cubrir el desequilibrio de las cuentas públicas
provocado por el sistema previsional y los compromisos externos.
Así, ese cuadro de déficit expansivo se enfrenta con
la receta tradicional del ajuste permanente.
Las alternativas para esquivarlo son dos. La que eligió el
equipo económico es la de apostar a un fuerte crecimiento
de la economía que diluya el peso de la deuda sobre el Producto
tanto como el esfuerzo fiscal por el aumento de la recaudación.
El camino sería lograr tasas de crecimiento elevadas por
varios años seguidos, tratando de repetir la experiencia
de Estados Unidos en la década del 90. La restricción,
que no es menor, es que la economía argentina no muestra
signos de poder mantener un ritmo de crecimiento sostenido por su
falta de competitividad y por, precisamente, la debilidad de su
sector externo.
La otra vía para evitar que se repita ese mismo ajuste es
modificar su orientación. Pese a los reiterados paquetes
impositivos aprobados en los últimos años, la presión
tributaria no ha aumentado. La recaudación total (impuestos
nacionales y contribuciones al sistema de seguridad social) alcanzó
un nivel máximo en 1992 cuando representó el 18,9
por ciento del PBI, y desde entonces ha fluctuado en el 17,5 por
ciento. Ese nivel es uno de los más bajos detectados por
el departamento fiscal del FMI, en un estudio realizado entre 41
países, ubicándose Argentina sólo por encima
de India, Vietnam, Pakistán y China.
Las razones para entender por qué los sucesivos paquete impositivos
no ha tenido éxito hay que encontrarlas en la deficiente
tarea de la DGI que ha permitido una creciente evasión. Pero
también que las reformas tributarias siempre se han concentrado
en los mismos sujetos imponibles, lo que permite comprender no
justificar la protesta de los que pagan sus impuestos, dejando
islas de privilegios intactas, como la TV por cable, los medios
de comunicación, la renta financiera y las ganancias extraordinarias
de las empresas privatizadas. Es tan evidente la permanencia de
esos beneficios impositivos en la actual reforma que bien vale el
Dime quién te apoya y te diré a quién
favoreces.
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