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DESECONOMIAS |
por
Julio Nudler
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Uno
de los mayores problemas de los porteños en las primeras décadas
del siglo era el espiante de las minas. La probabilidad de que cualquier
mujer amurara a su hombre, sustituyéndolo por otro bacán
mejor, era tan alta que ni siquiera perdonaba a los rufianes pyme,
que solían ser los criollos y explotaban a una o a lo sumo
dos o tres hembras. Salvo dependencias patológicas, las papusas
podían pasarse de un cafiolo a otro si éste les prometía
mejor trato y retribución (generalmente en especie), lo que
mantenía abierto el mercado de las casquivanas a nuevos microemprendedores
fiocas.
Aunque los garabos incubaran, a la vista de la permanente zozobra
sentimental y económica en la que vivían, una ideología
asquerosamente machista a manera de imaginaria compensación
a su inferioridad en la lucha sexual, la realidad tardaría
muchos años en modificarse. El problema lo había causado
la masiva inmigración de machos desde fines del XIX, que desbalanceó
espantosamente el necesario equilibrio de los géneros. Si por
cada muchacha decente había cinco mozos anhelantes, ellas podían
elegir hoy uno, mañana otro, e ir sembrando así de recelos
e inquinas el atormentado círculo de los varones. La cuantiosa
importación de meretrices europeas y el golpe militar de 1930
se explican por el déficit femenino.
Ahora que en la Argentina hay algo más de mujeres que de hombres,
la ideología compensatoria viró hacia el feminismo.
Pero el país en su conjunto vive, en el mundo, la situación
de aquellos guapos de hace ochenta años, que debían
convertirse en otarios para atraerse el favor de alguna percanta.
La Argentina está en el prieto grupo de los amuchados, ofreciendo
lo que sobra, que son materias primas. Travestida, se brindó
en relación carnal a Estados Unidos, pero sólo logró
perder la dignidad. Quizá convenga entender que el problema
siempre está en los datos de base. Si hay cinco hombres por
cada mujer, ellos tendrán que llorar. Y si sólo se produce
y vende lo que cada vez vale menos, también. |
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