Si
es verdad que la evasión impositiva oscila entre 20 y 25
mil millones de pesos anuales, la masa de fondos que tiene para
cobrar la DGI, suponiendo que las obligaciones prescriben a los
cinco años, suma entre 100 y 125 mil millones de pesos, una
docena de veces el déficit que José Luis Machinea
dice haber heredado de Roque Fernández. Si Carlos Silvani
fuese capaz de cobrar apenas algo de lo que le deben, el problema
fiscal desaparecería del horizonte inmediato. Pero nadie
cree posible capturar a ningún prófugo, ni por las
buenas (blanqueo) ni por las malas (ejecución). Todo el asunto
permanece en el plano de la retórica. ¿Para qué
sirve entonces hablar de la evasión?
En realidad, ésta es igual a la diferencia entre la recaudación
teórica (producto de las bases imponibles por las alícuotas
correspondientes) y la real. La teórica depende, entonces,
del tamaño de las bases y del nivel de las alícuotas.
Por tanto, el reciente paquete tributario, que las elevó,
incrementó automáticamente la evasión, contrariando
el discurso oficial, que promete reducirla, porque sería
absurdo suponer que las tasas incrementales (en Internos, IVA, Riqueza
y Ganancias) serán respetadas escrupulosamente por los contribuyentes.
Al contrario: la evasión crecerá no sólo en
valores absolutos sino también relativos, por la relación
inversa entre niveles de las tasas y cumplimiento.
Todo esto significa que, tomadas como datos la habilidad fiscalizadora
del ente recaudador y la capacidad/disposición contributiva
de la sociedad, la evasión impositiva es determinada arbitrariamente
por la autoridad política. Si ésta quisiera tener
más evasión, haría bien en subir las alícuotas
o crear nuevos impuestos. Es como con cualquier delito, que sólo
existe a partir de una ley prohibitiva. Del mismo modo, tributos
prohibitivos generan el delito de la evasión. Más
sensato sería pensar una política económica
y de eficiencia del Estado que elevase la capacidad/disposición
contributiva de la sociedad. Pero esto da más trabajo.
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