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El
paro general del viernes pasado fue mayor que lo previsto por sus
promotores, y desconcertó a los funcionarios próximos
a lo laboral o social, cuyas declaraciones fueron: Es un paro
incomprensible. Entre quienes adherían, desde luego
la gente sin recursos, incluida la clase media empobrecida, se oían
voces rechazando el avance recaudador de impuestos del Gobierno
o la falta de soluciones en materia de desempleo. Una importante
proporción de la Argentina parece haber dicho no va
más, basta ya, o con el actual léxico
de Internet: punto. ar. La emigración de industrias,
el ingreso masivo de manufacturas extranjeras, la imposibilidad
de exportar sin romper el cepo cambiario, la imposibilidad de romper
el cepo cambiario sin generar desconfianza hacia la moneda nacional,
las distintas propuestas de generar competitividad externa sobre
la base de una sobreexplotación del trabajo y la destrucción
de las garantías laborales son elementos que convergen a
incrementar la desocupación antes que a eliminarla, olvidando
que sin com (ida) no habrá Ar (gentina). El desdén
con que algunos funcionarios miran al paro revela hasta qué
punto están alejados de lo que le sucede a gran parte del
país, y nadie podría decir que aquí no comenzó
una bola de nieve. A unos años de estallar la Gran Guerra,
como se llamó a la Primera Guerra Mundial o Guerra del 14,
un economista e industrial hizo un diagnóstico similar a
nuestro caso: Se acerca el momento en que se impondrá,
como necesidad nacional inevitable, investigar a fondo la situación
económica de este país. La marcha de nuestra industria,
inviable sin expandir siempre y rápido la producción
y los mercados externos, tiende a paralizarse. La apertura total
ha agotado sus efectos. La industria extranjera, en rápido
crecimiento, en todas partes desafía nuestra propia producción.
Cierto es que el ciclo económico parece haber concluido,
pero sólo para dejarnos en la desesperanza de una depresión
permanente y crónica. El ansiado momento de la recuperación
no llega nunca; cuando aparece un signo anunciador, pronto se desvanece.
Y en cada nuevo invierno reaparece la misma pregunta: ¿Qué
hacer con los desocupados?; pero en tanto aumenta su número
cada año, nadie halla respuesta a la pregunta, y casi podría
calcularse el momento en que los desocupados, agotada su paciencia,
tomen en sus manos su propio destino.
El
cuento del monopolio bueno
Había
una vez un país que apenas unos pocos años antes había
salido de un status semicolonial, que le obligaba a un desarrollo
económico exclusivamente primario, basado en la producción
de carne y cereales y la importación de casi todas las manufacturas
para su propio consumo, movilizadas en medios de transporte pertenecientes
a sus virtuales metrópolis. Una experiencia de siglos asociaba
la soberanía económica con la tenencia de una marina
mercante nacional, a lo que se añadía ahora una flota
aérea. Resuelto a añadir a la libertad política
la justicia social y la soberanía económica, y a partir
de sendas flotas iniciales precarias, con gran esfuerzo del Estado
y la población se desarrollaron tecnología y recursos
humanos para el transporte náutico y aéreo. Cuatro
décadas después el país tenía una línea
aérea de bandera, propietaria de modernas aeronaves, con
rutas aéreas exclusivas, como la transpolar, y prestaciones
entre las más seguras del mundo. Vino la onda de privatizar
las actividades económicas del Estado, y se sumó la
corrupción: hacer de necesidades públicas jugosos
negocios privados leche para neonatos, funerales para ancianos,
guardapolvos de escolares, atención médica de enfermos.
La suma privatización + corrupción dio vender bienes
públicos a cualquier precio y bajo cualquier condición;
convertir bienes tangibles en plata. Las empresas del Estado fueron
vendidas libres de deudas, pasando las deudas a las generaciones
futuras, y las comisiones por ventas a las generaciones (de funcionarios)
actuales. Para animar a los potenciales compradores se garantizó
un mercado en condiciones monopólicas, y para calmar los
ánimos populares se crearon entes reguladores que, tras bambalinas,
hacían un guiño a los compradores: Eso para
la gilada. Se apeló a la autoridad de Adam Smith, que
demostró que los individuos, al maximizar el valor de cambio
de su propia producción, maximizan el valor de cambio de
toda la producción social. Pero se omitió decir que
Smith hablaba de la empresa competitiva, no de la empresa monopólica.
Para ésta, sus palabras eran más duras: Siempre
prontas a confabularse decía para engañar
y explotar al público, al que la mayoría de las veces
han engañado y explotado. Ahora la línea aérea
de bandera tiene de bandera sólo la pintura exterior de aviones
que ni son propios, vaciada y a punto de desaparecer.
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