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ECONOMíA EN PAGINA/12 WEB
07 MAYO 2000








 EL BAUL DE MANUEL
 por M. Fernandez López


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El paro general del viernes pasado fue mayor que lo previsto por sus promotores, y desconcertó a los funcionarios próximos a lo laboral o social, cuyas declaraciones fueron: “Es un paro incomprensible”. Entre quienes adherían, desde luego la gente sin recursos, incluida la clase media empobrecida, se oían voces rechazando el avance recaudador de impuestos del Gobierno o la falta de soluciones en materia de desempleo. Una importante proporción de la Argentina parece haber dicho “no va más”, “basta ya”, o con el actual léxico de Internet: “punto. ar”. La emigración de industrias, el ingreso masivo de manufacturas extranjeras, la imposibilidad de exportar sin romper el cepo cambiario, la imposibilidad de romper el cepo cambiario sin generar desconfianza hacia la moneda nacional, las distintas propuestas de generar competitividad externa sobre la base de una sobreexplotación del trabajo y la destrucción de las garantías laborales son elementos que convergen a incrementar la desocupación antes que a eliminarla, olvidando que sin com (ida) no habrá Ar (gentina). El desdén con que algunos funcionarios miran al paro revela hasta qué punto están alejados de lo que le sucede a gran parte del país, y nadie podría decir que aquí no comenzó una bola de nieve. A unos años de estallar la Gran Guerra, como se llamó a la Primera Guerra Mundial o Guerra del ‘14, un economista e industrial hizo un diagnóstico similar a nuestro caso: “Se acerca el momento en que se impondrá, como necesidad nacional inevitable, investigar a fondo la situación económica de este país. La marcha de nuestra industria, inviable sin expandir siempre y rápido la producción y los mercados externos, tiende a paralizarse. La apertura total ha agotado sus efectos. La industria extranjera, en rápido crecimiento, en todas partes desafía nuestra propia producción. Cierto es que el ciclo económico parece haber concluido, pero sólo para dejarnos en la desesperanza de una depresión permanente y crónica. El ansiado momento de la recuperación no llega nunca; cuando aparece un signo anunciador, pronto se desvanece. Y en cada nuevo invierno reaparece la misma pregunta: ¿Qué hacer con los desocupados?; pero en tanto aumenta su número cada año, nadie halla respuesta a la pregunta, y casi podría calcularse el momento en que los desocupados, agotada su paciencia, tomen en sus manos su propio destino”.

El cuento del monopolio bueno

Había una vez un país que apenas unos pocos años antes había salido de un status semicolonial, que le obligaba a un desarrollo económico exclusivamente primario, basado en la producción de carne y cereales y la importación de casi todas las manufacturas para su propio consumo, movilizadas en medios de transporte pertenecientes a sus virtuales metrópolis. Una experiencia de siglos asociaba la soberanía económica con la tenencia de una marina mercante nacional, a lo que se añadía ahora una flota aérea. Resuelto a añadir a la libertad política la justicia social y la soberanía económica, y a partir de sendas flotas iniciales precarias, con gran esfuerzo del Estado y la población se desarrollaron tecnología y recursos humanos para el transporte náutico y aéreo. Cuatro décadas después el país tenía una línea aérea de bandera, propietaria de modernas aeronaves, con rutas aéreas exclusivas, como la transpolar, y prestaciones entre las más seguras del mundo. Vino la onda de privatizar las actividades económicas del Estado, y se sumó la corrupción: hacer de necesidades públicas jugosos negocios privados –leche para neonatos, funerales para ancianos, guardapolvos de escolares, atención médica de enfermos–. La suma privatización + corrupción dio vender bienes públicos a cualquier precio y bajo cualquier condición; convertir bienes tangibles en plata. Las empresas del Estado fueron vendidas libres de deudas, pasando las deudas a las generaciones futuras, y las comisiones por ventas a las generaciones (de funcionarios) actuales. Para animar a los potenciales compradores se garantizó un mercado en condiciones monopólicas, y para calmar los ánimos populares se crearon entes reguladores que, tras bambalinas, hacían un guiño a los compradores: “Eso para la gilada”. Se apeló a la autoridad de Adam Smith, que demostró que los individuos, al maximizar el valor de cambio de su propia producción, maximizan el valor de cambio de toda la producción social. Pero se omitió decir que Smith hablaba de la empresa competitiva, no de la empresa monopólica. Para ésta, sus palabras eran más duras: “Siempre prontas a confabularse –decía– para engañar y explotar al público, al que la mayoría de las veces han engañado y explotado”. Ahora la línea aérea de bandera tiene de bandera sólo la pintura exterior de aviones que ni son propios, vaciada y a punto de desaparecer.