El
silencio no es salud
Los
hospitales públicos no tienen recursos suficientes; la gente,
en general, está mal atendida, tanto en clínicas privadas
como estatales; el acceso a una digna prestación está
vedado a los sectores de bajos recursos; un tercio de la población
prácticamente no consume medicamentos porque no puede pagarlos
por lo caro; varias prepagas hacen cada vez más restrictivos
sus servicios; muchas de las obras sociales se han convertido en
un botín para el capo del sindicato. Resulta evidente la
grave crisis del sector de la salud para cualquiera que se acerque
un poco al tema. Ante semejante problema, complejo y controvertido
por los poderosos intereses en pugna, el Gobierno propone como principal
proyecto en el campo de la salud la desregulación de las
obras sociales. Como si la libre competencia con prepagas, en un
mercado que ni por asomo puede ser definido de concurrencia perfecta
entre oferta y demanda, fuera la única vía para mejorar
un área profundamente deteriorada. Más bien, esa iniciativa
viene a satisfacer las demandas del Banco Mundial y de las grandes
corporaciones internacionales de la salud que han desembarcado en
el país.
El incremento de la desocupación y del trabajo en negro implicó
que 2,2 millones de personas perdieran su obra social, pasando a
atenderse en los hospitales públicos, que han quedado desbordados.
A principios de la década del '90, el 55,3 por ciento de
la población estaba alcanzada por una cobertura médica,
obra social sindical, provincial o prepaga. Ahora, sólo involucra
al 43,7 por ciento. A su vez, la disminución de los ingresos
de los que trabajan y la evasión más la reducción
de los aportes patronales contribuyeron a desfinanciar a las obras
sociales. Para que el estrago sea total en el sistema, algunas prepagas
han ingresado por la ventana en el régimen captando a los
trabajadores de mayores ingresos de las obras sociales.
El proyecto oficial, que abre totalmente el mercado a la competencia,
propone que el 30 por ciento del aporte del trabajador que pase
a una prepaga quede en la propia obra social. Esa señal de
progresismo resulta poco efectiva dada la actual dinámica
del sector. Las prepagas están rompiendo los acuerdos con
obras sociales sindicales por la prestación de servicios
contra la percepción de una cápita fija, debido a
que era bajo el valor promedio de recaudación por beneficiario
que recibían, con lo que no les cerraba las cuentas. Por
caso, Medicus ha cancelado esos tipos de contratos, pero sin dejar
fuera de su mira ese negocio. El camino de regreso está señalado
por la reforma que se viene. Pese a la resistencia a esa retención
del 30 por ciento prevista, le va a resultar más rentable
que aquellos acuerdos de atención universal porque el objetivo
de las prepagas es captar la crema de la obra social, que está
compuesta por los trabajadores de ingresos altos. Los empleados
de salarios bajos, pobres y ancianos quedarán a cargo de
la obra social, pese que el jefe de asesores de Economía,
Pablo Gerchunoff, sostenga que esta reforma es, precisamente, para
evitar ese desenlace.
El sistema de obras sociales se ha desvirtuado no sólo por
la complacencia de los funcionarios ante las exigencias del Banco
Mundial de implementar políticas de fusión y de apertura.
Para que la mirada no sea sólo con un ojo no hay que eludir
mencionar la utilización del dinero de las obras sociales
como caja política de muchos de los sindicalistas y, fundamentalmente,
como canal de negocios privados de esos capos.
Así, para unos y otros, las prestaciones de salud han quedado
reducidas a una actividad financiera, quedando marginada la solidaridad
y la asistencia social de instituciones nacidas y sostenidas por
el aporte de los trabajadores.
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