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ECONOMíA EN PAGINA/12 WEB
07 MAYO 2000








INDUSTRIA
Por Raul Dellatorre

Crecimiento y desempleo en la alimentacion

Sube la producción,
bajan el salario y la ocupación

El sector es un paradigma del modelo. Creció, atrajo inversiones y abrió mercados. Pero sus obreros no participan de la fiesta.

Pese a las dos crisis desde el inicio de la convertibilidad, la industria de la alimentación no detuvo en ningún momento su crecimiento a lo largo de los últimos ocho años. Más que ningún otro rubro manufacturero, atrajo inversiones extranjeras y motivó el reposicionamiento de grupos locales que vieron en el sector un nicho para proyectarse hacia el mercado externo. Por su carácter agroindustrial, es un renglón emblemático de la economía argentina. Sin embargo, mientras en los últimos seis años el volumen físico de la producción del sector aumentó un 20 por ciento, la cantidad de obreros empleados, las horas trabajadas y los salarios cayeron en torno al 15 por ciento: una clara demostración de que el “efecto derrame” en favor de los trabajadores no funciona tan automáticamente como plantean los teóricos del neoliberalismo y los propulsores de la flexibilización laboral.
Los cuatro sectores industriales que más crecieron entre 1993 y 1999, de acuerdo con las estadísticas del Indec, han sido Metales comunes, Productos químicos, Petróleo y Alimentos y bebidas. La comparación de esa evolución con la observada por la cantidad de obreros ocupados en cada una de estas industrias permite advertir la misma paradoja: en todos ellos cayó la cantidad de personal ocupado entre los mismos años.
Pero es el sector de Alimentos y bebidas el que presenta características más destacadas. No sólo por su importancia relativa –la actividad representa más del 5 por ciento del PBI y el 22 por ciento del total de la industria manufacturera– sino porque, además, fue escenario de una fuerte recomposición en cuanto a la propiedad de las principales empresas. Firmas emblemáticas del sector pasaron a manos extranjeras: Terrabusi, Bagley, Canale, Stani, La Serenísima y La Vascongada, entre otras. Empresas mundiales de primerísima línea se han posicionado en el mercado local a través de la compra de compañías ya existentes: Nabisco, Danone, Cadbury, Parmalat y Philip Morris, por ejemplo. Y hasta atrajo a fondos de inversión. Junto a ellas, comparten cartel algunas de las firmas locales más exitosas en la última década (Arcor) y empresas extranjeras ya instaladas hace algunas décadas que han ido consolidando posiciones en los años recientes (Cargill, Nestlé). Acompañando a este proceso, muchas firmas chicas del sector (pymes) fueron absorbidas por compañías líderes o bien debieron cerrar.
Al sector no le faltó la inyección de inversiones extranjeras, como está visto. Pero tampoco mercado porque, si bien el consumo interno padeció varios períodos de retracción –nunca demasiado profundos, por tratarse en general de productos de primera necesidad–, pudo ir aumentando su factura de exportación en estos años, al punto de colocar al país en el quinto lugar entre los exportadores mundiales.
Dichos factores posibilitaron un crecimiento ininterrumpido a partir de 1993 al superar la crisis del tequila gracias a las colocaciones en Brasil –que vivió en el mismo período un boom de consumo– y seguir expandiéndose en los años posteriores a través de la apertura de nuevos mercados.
Sin embargo, este proceso motorizado por empresas líderes con experiencia en el comercio internacional no se volcó en la creación de más puestos de trabajo. Lo significativo es que tampoco aumentó la cantidad de horas trabajadas en la industria, lo que podría haber explicado que se produjera más con los mismos planteles a través de la extensión de la jornada laboral. Pero tampoco mejoraron los salarios, que podría haber sido la consecuencia de una selección de personal de mayor calificación en función de nuevos procesos productivos.
Nada de esto ocurrió o, al menos, no se reflejó en los promedios que recogen las estadísticas del Indec. Mientras que la producción física global del sector creció en un 20 por ciento entre 1993 y 1999 –y sin dejar de crecer un solo año–, los obreros ocupados por la industria de la alimentación y bebidas disminuyeron en casi un 16 por ciento: una ganancia de productividad física por obrero ocupado del 42 por ciento en apenas seis años. Pero, además, el nivel salarial medio del operario del sector cayó un 14 por ciento, lo cual significa que la rentabilidad que el empresario obtiene sobre la fuerza de trabajo aumentó más que la productividad. Los precios de los productos de la alimentación cayeron, pero en menor proporción, lo cual le deja al empresario un buen margen extra de ganancia sobre su nómina salarial.
Más que por el aumento de la tasa de explotación, vale el ejemplo para desmitificar el “circulo virtuoso” que propone el neoliberalismo y que derivaría en “beneficios para todos” de la política de concentración económica. La desocupación no se genera exclusivamente en los sectores que quedan al margen del progreso sino incluso en los sectores “de punta” o mejor posicionados en la globalización. Lo mismo ocurre con las caídas salariales, incluso teniendo en cuenta que la alimentación, de la mano del dirigente gremial Rodolfo Daer, fue uno de los primeros en renovar su convenio colectivo en favor de un régimen más flexible. Provechoso, por lo visto, para el aumento de la producción, pero no tanto para los trabajadores.