Un bosque de números
Uno va a la montaña y ve o siente la nieve, contempla nevar,
pero no sabe designar las distintas texturas de la nieve o los distintos
modos de nevar. En nuestra cultura la nieve no es una presencia
cotidiana, como lo fue el caballo, en un mundo de llanuras y distancias:
distinguir sus diversos matices fue una necesidad: alazán,
bayo, ruano, moro, tordillo, gateado, pintado, overo, zaino, isabelino,
pío, etc. Son términos que expresan rasgos diferenciales
y permiten comunicarlos a otros: hacerlos saber de unos a otros.
Porque un mensaje procura eso: mostrar, descubrir, aclarar. Pero
no todos los mensajes. Algunos se proponen todo lo contrario: entre
ellos, los lenguajes prostibularios, carcelarios o del hampa, cuyos
vocablos buscan no ser entendidos por otros. También están
las distintas jerigonzas que ideaban los internados en campos de
concentración para no revelar a sus captores sus temas de
conversación. Incluso los niños juegan a hablar ocultando
los mensajes, al usar el llamado jeringozo. Hay un caso
económico con estos rasgos: la moneda de cuenta, o sea aquel
bien real o imaginario utilizado para medir cantidades
monetarias, que se contrapone al dinero real, aquel con el que se
pagan las transacciones. Según Walras, se llama numéraire,
lo que podría traducirse por numerador (no por numerario).
En nuestro caso las monedas de cuenta son fracciones o múltiplos
de la unidad monetaria: la guita (0,01), el mango (1), el diego
(10), la gamba (100), la luca (1000) y el palo (1.000.000). ¿Aclaran
u ocultan? Alguien me dio la clave: su hermano necesitaba un
palo verde para resolver sus problemas, y desconocía
el significado de palo verde. La realidad también da pistas:
es proverbial nuestra reticencia a declarar con total precisión
el monto del patrimonio o del verdadero ingreso. Belgrano, cuando
recababa datos a los curas de parroquias del interior, hacia 1800,
debía insistir en que no había detrás ningún
propósito de requerirles el pago de impuestos. Probemos hoy
a ver si las empresas abren sus libros contables a la inspección
de los trabajadores, y a partir de ello constatar si hay aumentos
de productividad y por tanto corresponde aumentar el salario. Se
dirá que es para evitar el espionaje industrial. ¿O
se tratará de evitar que se sepa de activos e inversiones
en el exterior? En nuestra cultura lo menos agradable es mostrar
los propios números.
Lo
primero es lo primero
Cuando
en 1942 Lord Beveridge presentó su famoso informe sobre seguridad
social, usó una frase particular: first things first,
que puede entenderse como ver en primer término las raíces
de un problema, antes que irse por las ramas. ¿Qué
es lo primero del sistema económico en que vivimos? Sin duda,
la preeminencia del mercado, escenario natural de la ley de la oferta
y la demanda. Si alguien conoce bien esa ley es David Gale, quien
así la enunció: En un mercado libre el precio de cada
mercancía depende de la extensión de la demanda de
los consumidores. Si, a un conjunto dado de precios, la demanda
de un bien excede la oferta disponible, entonces su precio aumenta,
y si la oferta excede la demanda el precio caerá. La segunda
parte es la que nos interesa, pues la caída que pronostica
no tiene otro límite que cero. Aunque en realidad no es necesario
que el precio llegue a cero: basta un nivel suficientemente bajo
para que la oferta, es decir, los productores de cierto
bien, reaccionen de inmediato restringiendo la producción.
Sobran ejemplos históricos: a partir de 1929, la caída
en picada de los bienes primarios exportados por la Argentina y
otros países (como el café del Brasil) hizo no rentable
ni siquiera levantar las cosechas. El propio gobierno aconsejó
verter vino en las acequias, o usar cereal como combustible. Por
tanto, la producción por encima de las necesidades, expresadas
a través de la demanda, lleva a un precio no rentable para
el productor. Como el desocupado sólo podría pagar
un precio cero, y a ese precio la empresa se abstiene de producir,
se concluye que de la empresa bajo esas condiciones no puede esperarse
que satisfaga las necesidades de todos. Y no se espere que el desempleo
disminuya: desde el siglo XVIII la población no dejó
de crecer, y la tecnología evolucionó en el sentido
de emplear cada vez menos población. A la vez, sólo
aquellos con empleo reciben capacidad adquisitiva. La mayor capacidad
productiva no tiene como contraparte un crecimiento de la demanda.
Al contrario, mayor proporción de los habitantes se verá
arrojada a la marginación y a la obtención de la subsistencia
por caminos informales. La única salida a la
vista es proveer artificialmente de salario a todo habitante al
que no se pueda dar empleo. Lo primero es, pues, fijar quién
pagará tales salarios. Y nuestro régimen
indica que los fondos deben tomarse de allí donde los hay.
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