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ECONOMíA EN PAGINA/12 WEB
21 ENERO 2001








KIOSCO12

 EL BAUL DE MANUEL
 por M. Fernandez López


¿Consumir...

Un peso más en el bolsillo de cualquiera puede tener cuatro destinos principales: gastarse en bienes de consumo (no durable: leche; durable: un auto o departamento) producidos en el país; ídem, producidos en el extranjero; comprar un bien de producción (materia prima; máquinas); o prestarse a otros a cambio de una promesa de interés, o a uno mismo, a interés cero. En cada caso se habla, respectivamente, de Consumo (C), Importación (M), Inversión (I) y Ahorro (A). Cualquiera sea su elección, pondrá en marcha una cadena, virtualmente infinita, de pagos e ingresos. Si compra una camisa o adquiere una máquina, el vendedor de cada bien a su vez tendrá las mismas opciones, canalizando el importe de la venta hacia cuatro destinos posibles, y así siguiendo. Si del peso gastó $ 0,8 y ahorró $ 0,2, los $ 0,8 se convierten en ingresos de otros, que a su vez los gastan y generan nuevos ingresos. Todos los pasos que se suceden luego del primer gasto, se añaden y pueden totalizar una suma varias veces superior a la del peso inicial. Siempre que en ninguna etapa el gasto se realice en un bien importado. Si ello ocurre, a partir de ahí el proceso “multiplicador” prosigue, pero en algún país extranjero. Si la importación se produjo en la primera etapa, todo el proceso de creación de nuevos ingresos y gastos tiene lugar en el exterior. El efecto expansivo en la economía nacional muere en el comienzo mismo. Si hablamos de consumo, tenemos que hablar de manufacturas, pues la gente no come ni se viste con materia prima. La Argentina de 40 años atrás producía la mayor parte de las manufacturas que consumía. Hoy industrias enteras han desaparecido, y comercios y shoppings no son otra cosa que bocas de expendio de la industria del resto del mundo. Una modesta empleada doméstica puede comprar por $ 10 una blusa o por $ 30 un vestido, todos importados. Un electricista puede proveerse de una gran variedad de herramientas, a bajos precios, todas importadas. La expansión del gasto hace que el efecto expansivo fugue al exterior, y en la misma medida constituye una demanda de dólares, en este país agobiado por la falta de divisas. Pero si nos ceñimos a quiénes pueden gastar, que es sólo la capa superior de ingresos, viene a coincidir la gran oferta de bienes importados con la proverbial preferencia de los grupos de altos ingresos por todo lo importado. Ellos gastan sin temor: el temor es para los demás.

...o ahorrar?

Hubo una vez en que el diagnóstico sobre la economía argentina fue virtualmente unánime: descapitalización. Vale decir, el país había usado su capital –formado por infraestructura básica, redes de transporte, plantas de energía, fábricas de todo tipo– durante años y años, sin crear nuevo capital al menos en la medida de su desgaste. Corría 1955, Perón había sido depuesto y se buscaban las razones del estancamiento del país, a través de la opinión experta de altos funcionarios de la ONU, como fue el caso de Raúl Prebisch. Fue la vez en que más claramente se asoció la limitación del capital con la capacidad de crecer. Pero no fue la primera. Se trataba del redescubrimiento de una relación expuesta por Adam Smith y desarrollada por Ricardo, según la cual, entre todos los factores productivos, el capital impone la frontera posible de alcanzar por una economía. Por otra parte, la formación de capital es la cara de una moneda, cuyo reverso es el ahorro. Si se plantea la necesidad de capital –por ejemplo, un nuevo aeroparque de la Ciudad de Buenos Aires– de inmediato debe indicarse con qué ahorros se pagará. Pero el ahorro, a diferencia del capital, es perfectamente divisible. No podemos tener un nuevo aeroparque, construyendo uno al lado de otro, pequeños aeroparquecitos, pero sí podemos juntar los fondos necesarios acumulando moneda por moneda. La capitalización supone el ahorro, y éste puede formarse con el aporte de innumerables ahorristas. Un país empeñado en promover una vía de capitalización debe pensar en instituciones financieras que reúnan ahorros, y así lo planteó Bernardino Rivadavia al crear, el 5 de marzo de 1823, la primera caja de ahorros del país. Los propios niños, cuando la sociedad argentina era más igualitaria y el empleo más fácil, podían formar cierto ahorro merced a una pequeña privación de algún gasto, pegando estampillas de ahorro en sus “libretas de ahorro”. Hoy sería cruel recuperar esa forma de ahorro que tuvo su momento en la escuela pública: discriminaría entre quienes pueden ahorrar y quienes van a la escuela para recibir comida. Pero podría convertirse en incentivo para retener a estudiantes si, en lugar de entregar ellos dinero, fuese la escuela la que les aportara cada mes una estampilla de $ 10 y al concluir la secundaria pudiesen canjear su libreta por efectivo o por algún instrumento de trabajo o beca para la universidad.