¿Consumir...
Un peso más en el bolsillo de cualquiera puede tener cuatro
destinos principales: gastarse en bienes de consumo (no durable:
leche; durable: un auto o departamento) producidos en el país;
ídem, producidos en el extranjero; comprar un bien de producción
(materia prima; máquinas); o prestarse a otros a cambio de
una promesa de interés, o a uno mismo, a interés cero.
En cada caso se habla, respectivamente, de Consumo (C), Importación
(M), Inversión (I) y Ahorro (A). Cualquiera sea su elección,
pondrá en marcha una cadena, virtualmente infinita, de pagos
e ingresos. Si compra una camisa o adquiere una máquina,
el vendedor de cada bien a su vez tendrá las mismas opciones,
canalizando el importe de la venta hacia cuatro destinos posibles,
y así siguiendo. Si del peso gastó $ 0,8 y ahorró
$ 0,2, los $ 0,8 se convierten en ingresos de otros, que a su vez
los gastan y generan nuevos ingresos. Todos los pasos que se suceden
luego del primer gasto, se añaden y pueden totalizar una
suma varias veces superior a la del peso inicial. Siempre que en
ninguna etapa el gasto se realice en un bien importado. Si ello
ocurre, a partir de ahí el proceso multiplicador
prosigue, pero en algún país extranjero. Si la importación
se produjo en la primera etapa, todo el proceso de creación
de nuevos ingresos y gastos tiene lugar en el exterior. El efecto
expansivo en la economía nacional muere en el comienzo mismo.
Si hablamos de consumo, tenemos que hablar de manufacturas, pues
la gente no come ni se viste con materia prima. La Argentina de
40 años atrás producía la mayor parte de las
manufacturas que consumía. Hoy industrias enteras han desaparecido,
y comercios y shoppings no son otra cosa que bocas de expendio de
la industria del resto del mundo. Una modesta empleada doméstica
puede comprar por $ 10 una blusa o por $ 30 un vestido, todos importados.
Un electricista puede proveerse de una gran variedad de herramientas,
a bajos precios, todas importadas. La expansión del gasto
hace que el efecto expansivo fugue al exterior, y en la misma medida
constituye una demanda de dólares, en este país agobiado
por la falta de divisas. Pero si nos ceñimos a quiénes
pueden gastar, que es sólo la capa superior de ingresos,
viene a coincidir la gran oferta de bienes importados con la proverbial
preferencia de los grupos de altos ingresos por todo lo importado.
Ellos gastan sin temor: el temor es para los demás.
...o
ahorrar?
Hubo
una vez en que el diagnóstico sobre la economía argentina
fue virtualmente unánime: descapitalización. Vale
decir, el país había usado su capital formado
por infraestructura básica, redes de transporte, plantas
de energía, fábricas de todo tipo durante años
y años, sin crear nuevo capital al menos en la medida de
su desgaste. Corría 1955, Perón había sido
depuesto y se buscaban las razones del estancamiento del país,
a través de la opinión experta de altos funcionarios
de la ONU, como fue el caso de Raúl Prebisch. Fue la vez
en que más claramente se asoció la limitación
del capital con la capacidad de crecer. Pero no fue la primera.
Se trataba del redescubrimiento de una relación expuesta
por Adam Smith y desarrollada por Ricardo, según la cual,
entre todos los factores productivos, el capital impone la frontera
posible de alcanzar por una economía. Por otra parte, la
formación de capital es la cara de una moneda, cuyo reverso
es el ahorro. Si se plantea la necesidad de capital por ejemplo,
un nuevo aeroparque de la Ciudad de Buenos Aires de inmediato
debe indicarse con qué ahorros se pagará. Pero el
ahorro, a diferencia del capital, es perfectamente divisible. No
podemos tener un nuevo aeroparque, construyendo uno al lado de otro,
pequeños aeroparquecitos, pero sí podemos juntar los
fondos necesarios acumulando moneda por moneda. La capitalización
supone el ahorro, y éste puede formarse con el aporte de
innumerables ahorristas. Un país empeñado en promover
una vía de capitalización debe pensar en instituciones
financieras que reúnan ahorros, y así lo planteó
Bernardino Rivadavia al crear, el 5 de marzo de 1823, la primera
caja de ahorros del país. Los propios niños, cuando
la sociedad argentina era más igualitaria y el empleo más
fácil, podían formar cierto ahorro merced a una pequeña
privación de algún gasto, pegando estampillas de ahorro
en sus libretas de ahorro. Hoy sería cruel recuperar
esa forma de ahorro que tuvo su momento en la escuela pública:
discriminaría entre quienes pueden ahorrar y quienes van
a la escuela para recibir comida. Pero podría convertirse
en incentivo para retener a estudiantes si, en lugar de entregar
ellos dinero, fuese la escuela la que les aportara cada mes una
estampilla de $ 10 y al concluir la secundaria pudiesen canjear
su libreta por efectivo o por algún instrumento de trabajo
o beca para la universidad.
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