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ECONOMíA EN PAGINA/12 WEB
24 JUNIO 2001








 EL BAUL DE MANUEL
 por M. Fernandez López


El bien común

Recién recordábamos el 181º aniversario del deceso de Belgrano, que antes se celebraba como Día de la Bandera, no por festejar una muerte ni coincidir ese día con el de la creación de la bandera. Esta tuvo lugar un 27 de febrero, día en que no hay clases, y la ley quiso que en la etapa en que los argentinos forman sus valores y sentimientos de pertenencia no se disociase el evento con la figura de su creador. Hoy, sin embargo, cualquiera sea el día en el almanaque, es un lunes feriado que crea un fin de semana largo, cuyo fin es inducir un desembolso extra de la población en lugares donde, fuera de temporada, la actividad se restringe. Es otro caso en que de un hecho de interés público se extrae un negocio. El precio es hacer incierto cuándo ocurre el Día de la Bandera (¿cuántas vio usted en los balcones?) y esfumar la figura de Belgrano. ¿Sin querer? No es perder tiempo releer sus pensamientos, que no sólo son valiosos por sí mismos, sino que también mantienen actualidad. Belgrano, durante sus estudios de abogacía, adquirió conocimientos de economía muy superiores a los que podían obtenerse en la España de aquel tiempo y por esa razón ganó el puesto de secretario del Consulado de Buenos Aires, institución creada para dirimir pleitos entre comerciantes. Como un argentino que hoy estudia en EE.UU. y luego regresa al país y encuentra a la economía en poder de filiales de empresas transnacionales, que manejan el empleo y la vida de la gente en función exclusiva de su lucro particular, al volver Belgrano vio que “todos eran comerciantes españoles; exceptuando uno que otro, nada sabían más que su comercio monopolista, a saber, comprar por cuatro para vender por ocho con toda seguridad”. Belgrano, que era hijo del mayor comerciante del virreinato, no veía los asuntos económicos como un empresario, sino como un estadista y como tal no podía ignorar un valor supremo: la justicia social, o bien común. ¿Qué destino tendría el país si aquellas grandes decisiones económicas –hacer una escuela, un hospital, llevar agua adonde no hay, unir el espacio patrio– se delegaban en quienes sólo miraban a su propia ganancia particular? Sin duda la salud sería para quien pudiera pagarla, la justicia para quien adornase al juez, la educación para el pudiente y la seguridad para el rico: “Nada se haría a favor de las provincias por unos hombres que por sus intereses particulares posponían el del común”.

Sin alas

Me equivoco? ¿No ocurre siempre, en cualquier barrio y circunstancias, que aparece un volquete en la calle y a los vecinos les da como un afán de vaciar en él sus desperdicios, cambiando de pronto sus hábitos, normalmente recatados y parsimoniosos, por una hiperkinesis expelente de basura? Hasta 1989 el Estado proveía, sin llegar a estándares de países de gran desarrollo económico, ciertos servicios públicos, como la provisión domiciliaria de agua, el transporte ferroviario, la aeronavegación interior e internacional, la extracción y destilación de hidrocarburos, etc. De pronto apareció la ideología de que todo bien público cuya administración se otorgaba a autoridades electas democráticamente podía ser considerado por ellas, no como un objeto a gestionar, sino como un objeto de propiedad, la cual podía ser enajenada a particulares, nacionales o extranjeros. Desde luego tal transferencia fue convalidada por los representantes del pueblo, y aun por la Corte Suprema. Pero después de las “supuestas” coimas del Senado, el caso del diputrucho, el aumento del número de miembros de la Corte para llenarla con amigos del Presidente, y episodios similares, ya se sabe a qué intereses representaban tales representantes o qué justicia descendía del tribunal supremo. Fue necesario también sobreactuar la ineficiencia del Estado. Y por señalar un solo caso, recuérdese qué agua recibían los porteños en su domicilio: poca y barrosa, con tan baja presión que no llegaba a llenar un tanque de un primer piso. Los servicios públicos fueron un volquete adonde prolijamente se vació basura. La ideología privatizadora ganó un espacio inmenso. En el peor de los casos, se decía: “estoy de acuerdo con la privatización, no con el modo como se hizo”. Empresas que no producían para exportar, en manos extranjeras hicieron de una economía con agujeritos un gigantesco e imparable agujero de ozono. Al cielo argentino no lo surcan águilas, y menos de alas azules, por lo que de niños aprendíamos, al levantar la vista al infinito, a identificar la bandera con la aerolínea de bandera, en aquello tan entrañable: “alta en el cielo un águila guerrera, audaz se eleva en vuelo triunfal”. La política criolla nos corta las alas: ciclotímica –antes privatizadora, ahora irresoluta– nos deja entender a Shakespeare, al mostrarnos primero El mercader de Venecia y ahora a Hamlet.