El bien común
Recién recordábamos el 181º aniversario del deceso
de Belgrano, que antes se celebraba como Día de la Bandera,
no por festejar una muerte ni coincidir ese día con el de
la creación de la bandera. Esta tuvo lugar un 27 de febrero,
día en que no hay clases, y la ley quiso que en la etapa
en que los argentinos forman sus valores y sentimientos de pertenencia
no se disociase el evento con la figura de su creador. Hoy, sin
embargo, cualquiera sea el día en el almanaque, es un lunes
feriado que crea un fin de semana largo, cuyo fin es inducir un
desembolso extra de la población en lugares donde, fuera
de temporada, la actividad se restringe. Es otro caso en que de
un hecho de interés público se extrae un negocio.
El precio es hacer incierto cuándo ocurre el Día de
la Bandera (¿cuántas vio usted en los balcones?) y
esfumar la figura de Belgrano. ¿Sin querer? No es perder
tiempo releer sus pensamientos, que no sólo son valiosos
por sí mismos, sino que también mantienen actualidad.
Belgrano, durante sus estudios de abogacía, adquirió
conocimientos de economía muy superiores a los que podían
obtenerse en la España de aquel tiempo y por esa razón
ganó el puesto de secretario del Consulado de Buenos Aires,
institución creada para dirimir pleitos entre comerciantes.
Como un argentino que hoy estudia en EE.UU. y luego regresa al país
y encuentra a la economía en poder de filiales de empresas
transnacionales, que manejan el empleo y la vida de la gente en
función exclusiva de su lucro particular, al volver Belgrano
vio que todos eran comerciantes españoles; exceptuando
uno que otro, nada sabían más que su comercio monopolista,
a saber, comprar por cuatro para vender por ocho con toda seguridad.
Belgrano, que era hijo del mayor comerciante del virreinato, no
veía los asuntos económicos como un empresario, sino
como un estadista y como tal no podía ignorar un valor supremo:
la justicia social, o bien común. ¿Qué destino
tendría el país si aquellas grandes decisiones económicas
hacer una escuela, un hospital, llevar agua adonde no hay,
unir el espacio patrio se delegaban en quienes sólo
miraban a su propia ganancia particular? Sin duda la salud sería
para quien pudiera pagarla, la justicia para quien adornase al juez,
la educación para el pudiente y la seguridad para el rico:
Nada se haría a favor de las provincias por unos hombres
que por sus intereses particulares posponían el del común.
Sin
alas
Me equivoco? ¿No ocurre siempre, en cualquier barrio y circunstancias,
que aparece un volquete en la calle y a los vecinos les da como
un afán de vaciar en él sus desperdicios, cambiando
de pronto sus hábitos, normalmente recatados y parsimoniosos,
por una hiperkinesis expelente de basura? Hasta 1989 el Estado proveía,
sin llegar a estándares de países de gran desarrollo
económico, ciertos servicios públicos, como la provisión
domiciliaria de agua, el transporte ferroviario, la aeronavegación
interior e internacional, la extracción y destilación
de hidrocarburos, etc. De pronto apareció la ideología
de que todo bien público cuya administración se otorgaba
a autoridades electas democráticamente podía ser considerado
por ellas, no como un objeto a gestionar, sino como un objeto de
propiedad, la cual podía ser enajenada a particulares, nacionales
o extranjeros. Desde luego tal transferencia fue convalidada por
los representantes del pueblo, y aun por la Corte Suprema. Pero
después de las supuestas coimas del Senado, el
caso del diputrucho, el aumento del número de miembros de
la Corte para llenarla con amigos del Presidente, y episodios similares,
ya se sabe a qué intereses representaban tales representantes
o qué justicia descendía del tribunal supremo. Fue
necesario también sobreactuar la ineficiencia del Estado.
Y por señalar un solo caso, recuérdese qué
agua recibían los porteños en su domicilio: poca y
barrosa, con tan baja presión que no llegaba a llenar un
tanque de un primer piso. Los servicios públicos fueron un
volquete adonde prolijamente se vació basura. La ideología
privatizadora ganó un espacio inmenso. En el peor de los
casos, se decía: estoy de acuerdo con la privatización,
no con el modo como se hizo. Empresas que no producían
para exportar, en manos extranjeras hicieron de una economía
con agujeritos un gigantesco e imparable agujero de ozono. Al cielo
argentino no lo surcan águilas, y menos de alas azules, por
lo que de niños aprendíamos, al levantar la vista
al infinito, a identificar la bandera con la aerolínea de
bandera, en aquello tan entrañable: alta en el cielo
un águila guerrera, audaz se eleva en vuelo triunfal.
La política criolla nos corta las alas: ciclotímica
antes privatizadora, ahora irresoluta nos deja entender
a Shakespeare, al mostrarnos primero El mercader de Venecia y ahora
a Hamlet.
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